INMOVILISMO

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La vida está en continuo cambio. Cambia nuestro cuerpo. Cambia la sociedad. Pero nosotros preferimos pensar que estamos siempre en el mismo punto. El inmovilismo se convierte en la actitud dominante. Hay que hacer las cosas como siempre se han hecho. Ni siquiera se valora mucho si lo que siempre se ha hecho fue bueno cuando se empezó a hacer o si sigue siendo bueno ahora que han cambiado las circunstancias y nosotros y la vida misma. En el inmovilismo nos sentimos seguros.

Ahí es donde se juega todo: en la sensación de seguridad que nos da el hacer las cosas como siempre se han hecho. O como creemos que se han hecho siempre. Porque la realidad es que, si miramos con detenimiento el pasado, la forma de hacer ha ido cambiando, a veces poco a poco, a veces de golpe. Otra cosa es que prefiramos olvidarnos de esos cambios y dejarnos llevar por la falsa seguridad de que “siempre se ha hecho así”. Quizá también porque lo que más nos aterra es la incertidumbre, la inseguridad, el no saber qué va a pasar, la pérdida de dominio y de control sobre nuestro mañana, que se esconde detrás de cualquier cambio que nos propongan. Y cualquier cambio se percibe más como amenaza que como progreso.

También puede ser que ayude en esto la edad. Cuanto más años, más incapacidad para el cambio. Pero no es la causa única. Estuve unos cuantos años de responsable de una residencia universitaria y aquellos jóvenes también se resistían ferozmente al cambio, incluso cuando objetivamente podía ser un cambio a mejor.

Esto que es aplicable a cualquier dimensión de nuestra vida, se aplica también al mundo de la administración. Pongamos un ejemplo que ya he puesto muchas veces: si siempre ha sido el director del banco de la sucursal con la que trabajamos el que nos ha ayudado en el tema de las inversiones financieras, la idea de cambiar a una asesoría más independiente, aterra a muchos de nuestros hermanos y hermanas que están en el gobierno. No se plantean si los resultados pueden mejorar. No atienden a razones. Simplemente atienden a la inseguridad que les provoca la idea del cambio. Y prefieren seguir con lo de siempre por más que los hechos digan con gritos y lamentos que el cambio es urgente si se quiere que el instituto pueda mantener sus obras viables y hacer presente su carisma y misión en la iglesia y en el mundo.

Reconozco que se requiere valor para asumir que es necesario hacer cambios. Al menos en el campo de la administración. Y que hay que tener una cierta capacidad de experimentación. Es decir, que hay que cambiar pero no para volver a quedar en el inmovilismo sino para al poco tiempo evaluar si el cambio ha sido para mejor y seguir buscando lo mejor para la administración de nuestro patrimonio. Es posible que lo que hace unos años funcionó muy bien ahora ya no funcione. Durante unos años los depósitos a plazo funcionaron perfectamente. Fueron una buena salida para rentabilizar nuestros ahorros. Desde hace unos años y debido a la normativa del Banco Central Europeo, esos depósitos no solo no dan intereses sino que prácticamente cuestan dinero. Pero encuentro que hay congregaciones que salir de ahí les cuesta infinito. Están dominados/as por el inmovilismo. Y la consecuencia es que administran mal sus bienes y ponen en peligro la viabilidad futura de su carisma y de sus actividades.

No se trata de cambiar por cambiar. Pero hay que agilizar un poco la mente y las actitudes. El mundo sigue avanzando a toda velocidad. También en el mundo de la economía por supuesto. Nosotros, religiosos y religiosas, tenemos que abrir los ojos para aprovecharnos de los medios que pone este mundo a nuestro alcance, para usarlos con criterio al servicio de nuestra misión. Para evaluar nuestra forma de administrar y hacer los cambios necesarios en orden a aprovechar mejor los recursos escasos con que contamos. Sin caer en el inmovilismo. Sin tener miedo al cambio.