Ay, cuánta miseria, ay, qué será de los proyectos, ay, quién regresará a su trabajo, quién mantendrá el negocio… siento desasosiego, por lo mío, lo nuestro y lo de los otros. Quisiera gritar que ya basta, que las cosas retomen el rumbo…, pero en el fondo sé que ya nada será igual, aunque lo siga anhelando.
Busco lo positivo, lo que he gozado en comunidad, cómo he sabido detenerme, cómo hemos rezado, vivido, cómo nos hemos apoyado… ahora después de este estar con la comunidad, hay que buscar estar con la congregación y con todos. Harán falta, a medida que se pueda, encuentros nuestros, gratuitos, de vernos, mirarnos, de gozar y de saber decirnos que nada es igual pero que hemos ganado en humanidad y carisma.
No volvamos rápidamente a todo aunque las circunstancias apremien. Ya insistí en el reflexionar, ahora prima el encontrarnos (distinto del reunirnos). Forma parte del innovar, pero me doy cuenta de que en palabras y sobre el papel muchos dicen que sí, que están al día, que han cambiado, pero les ofreces iniciativas, les tiendes una mano y te dicen pues no, quizás el año que viene. ¡Ay, qué poca capacidad de movimiento!
Es el tiempo de la gratitud, de gozar unos de otros, de no volver a pisar el acelerador… los que tanto trabajan también deben buscar il dolce far niente (lo dulce de no hacer nada) para gozar del Señor, de su creación y de los otros. Esto no afecta a los que se sienten jubilados hasta de oír palpitar su corazón, pero sí a los que van demasiado agobiados intentando hacer cosas que ya no son necesarias.
Es momento de coger fuerzas, tender manos, saber acompañar, ser pacientes y transmitir la paz de Dios, porque no hay otra. Ser de verdad para discernir cuál es el camino de la “nueva normalidad”. Se nos llama a tener fe, a esperar contra toda esperanza, a aceptar tanta incertidumbre, y así testimoniar que otra manera de vivir es posible.