En nuestra Iglesia nos entusiasman las novedades. Cabría decir que vivimos de las frases, las ideas, los “años”, los aniversarios, los proyectos, que se nos van presentando con bastante asiduidad. Es normal que sea así, seguramente es útil y puede servir para zarandearnos y hacernos salir del sopor diario, a veces milenario. Pero me preocupa un poco que esos impulsos respondan a una suerte de necesidad de ilusionarnos y hasta de entretenernos o mantenernos constantemente movilizados por algo. Como si el Evangelio necesitara, cada cierto tiempo, instrumentos o mediaciones para conservar más o menos viva en nosotros y en nuestras comunidades, aquella energía del “primer amor”.
Pongo ejemplos más o menos recientes: la “nueva evangelización” que “lanzó” Juan Pablo II en Haití supuso una cierta “animación evangelizadora” que nos sacó de nuestra acedia. Hubo otros “productos” evangelizadores: el “atrio de los gentiles”, los “nuevos areópagos”, y toda una ristra de “Años”: de la Fe, de San Pablo, de los sacerdotes, de la vida consagrada…, de Sínodos y JMJs. Algo así puede estar pasando actualmente con algunas expresiones, intuiciones, o reclamos pastorales del buen papa Francisco. No es que todo lo anterior, y mucho más, obedezca a una especie de marketing teológico/pastoral a los que nos tiene tan acostumbrados esta sociedad consumista y devoradora. No tengo la menor duda de que los cristianos también necesitamos “reclamos inmediatos” que nos ayuden en el a veces arduo día a día pastoral. Tal vez en este saco de novedades -que tampoco son tanto- haya que inscribir el reto del papa argentino de vivir una Iglesia “en salida”. Nada más cierto, ni más evangélico, ni más necesario. De corazón suscribo todo lo que el Papa nos empuja para pasar de una Iglesia “de conservación” a una Iglesia “en salida”, como nos enseña constantemente, especialmente en su “Evangelii gaudium”.
Lo que realmente me preocupa es una cierta superficialidad y hasta frivolidad cuando asumimos este desafío evangélico al pretender aplicarlo a nuestras realidades pastorales concretas. Quiero decir: tengo la impresión de que hablamos de una Iglesia “en salida” con una tranquilidad pasmosa, con una ausencia de reflexión y análisis propia de consumidores acríticos del último producto que sale al mercado. ¿Sabemos de verdad lo que significa una Iglesia “en salida”? ¿hemos diagnosticado ya suficientemente la realidad cultural y eclesial que vivimos en nuestro país? ¿somos conscientes de los agentes eclesiales, clérigos y laicos, con que contamos? ¿hemos preparado o estamos preparando con seriedad a nuestras comunidades, nuestras diócesis, nuestras parroquias, para emprender una tarea misionera del calibre que supone evangelizar en una cultura que algunos califican de “post-cristiana”? ¿hemos arbitrado los insturmentos más adecuados, las personas más preparadas para ello, los proyectos o procesos más fecundos? ¿contamos con la experiencia de movimientos o congregaciones religiosas que llevan ya muchos años ofreciendo caminos misioneros renovados, y que han sido ya “experimentados” en parroquias, arciprestazgos, diócesis, etc.? Demasiadas preguntas para dar pie a otra, tal vez esencial: ¿están nuestras parroquias, nuestras diócesis, realmente concienciadas, preparadas y dispuestas a una acción claramente misionera, o, en el fondo, preferimos sestear en la Iglesia del mantenimiento, la sacramentalización, la burocracia y las actividades rutinarias “que siempre se han hecho así“?
Sí a una Iglesia “en salida”; pero antes, o al unísono, una Iglesia “en entrada”. Una Iglesia evangelizadora tiene que ser siempre una Iglesia evangelizada, o comprometida en un serio proceso de evangelización intraeclesial. Pablo VI nos lo recordó meridianamente en su siempre actual “Evangelii nuntiandi”. Nuestra Iglesia, nuestras comunidades, parroquias y diócesis, tienen que entrar en sí mismas, en un arduo, profundo y sincero análisis de sí mismas para sumarse al reto de Francisco, que es, obviamente, el reto de Cristo. Necesitamos un honesto “examen de conciencia eclesial” que nos permita ser discípulos/misioneros, como nos decía Aparecida y nos repite tanto Francisco; sólo así podemos percibirnos en un “estado permanente de misión” (Aparecida 201, EG 25). Si esta vez no hacemos las cosas bien, si todo se queda en el último eslogan, el último grito, la palabra puntual de moda para titular documentos y edulcorar conferencias, volveremos a morder el amargo sabor del fracaso evangelizador. Y continuaremos lamentándonos, echando balones fuera, blindándonos en una espiritualidad desencarnada y anacrónica, contando el número de fieles de la misa del domingo pasado, expidiendo certificados y “partidas”, soñando el regreso de los jóvenes y los matrimonios, celebrando muchas misas y pocas eucaristías, y, sobre todo, se irá agrietando cada vez más en nuestro interior “la alegría del Evangelio que llena el corazón y la vida de quienes nos encontramos con Jesús” (EG, 1).