La “canonización” de los papas Juan XXIII y Juan Pablo II por el actual obispo de Roma, Francisco, ha dado lugar a distintas interpretaciones sobre la misma. Para no pocos el gesto del imprevisible papa argentino es poco menos que un ardid, una estrategia para contentar a unos y a otros, algo así como “nadar y guardar la ropa”. Para justificar estas opiniones se apoyan en el talante, la personalidad, el “sentido de Iglesia” de Roncalli y de Wojtyla. Algunos, incluso, escriben: Roncalli vs. Wojtyla. Al primero, ya San Juan XXIII, se le tipifica como el papa de los aperturistas y progres, el papa que sorprendió a todos convocando el Vaticano II; ¡casi-casi como “el papa de las izquierdas”! Al segundo, ya San Juan Pablo II, se le abandera como el adalid del sector conservador de la Iglesia, el papa que frenó el Concilio convocado e iniciado por quien era canonizado “casualmente” junto a él, ¡casi-casi como “el papa de las derechas”! Si a esto se añade que Juan XXIII “fue excusado” de un milagro para ser declarado santo mientras que Juan Pablo II “contaba con un milagro”, las interpretaciones -supongo que benévolas- no se han hecho esperar.
Todos conocemos sobradamente quién fue Juan XXIII y quién fue Juan Pablo II. Muchos hemos vivido nuestra vida eclesial, o al menos parte de ella, durante el pontificado de uno y/u otro. No pocos han conocido a uno, a otro, o a ambos, personalmente; con mayor o menor cercanía. Y parece normal -humano diríamos- que el “estilo” o la sensibilidad de uno o de otro nos atraiga y satisfaga más. Lo realmente preocupante, desde mi punto de vista, no es esta especie de contraposición, incluso de “oposición” -como algunos pretenden- entre San Juan Pablo II y San Juan XXIII. Lo que me recuerda aquello tan conocido de San Pablo: “unos de Pablo, otros de Cefas, otros de Apolo”, “unos de Wojtyla, otros de Roncalli…” ¡Esto sí que me preocupa! En realidad, quedarnos en la cáscara de la posible intencionalidad del papa Francisco al declarar santos al unísono a dos papas recientes, de “distinta sensibilidad” (algunos dicen “dos almas”) en la misma celebración romana, por vez primera en la historia, es quedarse en un posible o presunto signo sin ahondar en lo que puede significar. Y esto, tal vez, sea lo realmente importante.
A nadie se le escapa, nadie niega ya -y no hay por qué hacerlo- que en la Iglesia actual conviven dos sensibilidades (al menos dos, para simplificar algo en sí más complejo), dos “estilos”, dos “modelos”, si se quiere “dos almas” de Iglesia. Este hecho, que me parece innegable, no es una novedad en la Iglesia de Jesucristo. Basta leer algunas cartas de San Pablo, o a Lucas en los Hechos, para saber cómo “las Iglesias” de las primeras décadas post-pascuales, tenían preocupaciones distintas, planteamientos diversos en algunos aspectos, opciones y opiniones no siempre coincidentes. La Iglesia, las proto-iglesias “locales”, formaban parte de una pluralidad eclesial que, sin embargo, siempre tuvieron muy clara la importancia de la unidad. Y la unidad –como herencia y mandato recibidos de Jesús- se defendió, se preservó, se valoró, y, sobre todo, se aceptó como “algo” enriquecedor en sí mismo. La unidad se buscaba y se urgía, se “forzaba” y, sobre todo, se oraba, como don del Espíritu. La “Asamblea de Jerusalén” es una prueba palpable de esa pasión por conseguir la unidad sin renunciar a la diversidad. Sabemos, tristemente, que no siempre a través de la Historia, la Iglesia pudo, supo o quiso conservar la unidad. Forma parte de la torpeza o, incluso, del ”pecado de la Iglesia”.
Hoy también existen distintos modelos de Iglesia; es inútil ocultar o negar una realidad que todos conocemos y vivimos. Pero hoy, como siempre, todos estamos llamados a vivir unidos en la única Iglesia de Jesucristo. Pero hoy, como siempre, se necesitan algunos valores evangélicos (no simples estrategias acomodaticias) para preservar la unidad en la diversidad. Por ejemplo, es urgente un diálogo ponderado, realista, constante y respetuoso entre las distintas posturas; nadie puede considerarse en posesión de “la verdad” absoluta sobre la Iglesia; todos hemos de ser humildes para corregir nuestras propias deficiencias eclesiales; nuestros obispos -especialmente- tienen la responsabilidad histórica de generar unidad en las legítimas opciones eclesiales de sus Iglesias locales. Para que no haya “dos Iglesias” contrapuestas o adversas; un papa santo para una facción y otro papa santo para otro sector. Santiago, Pedro, Pablo… Roncalli, Montini, Wojtyla, Ratzinger, Bergoglio… ¡ut omnes unum sint!