¿Qué queremos decir cuando hablamos de “la dimensión escatológica” de la vida consagrada? ¿A qué se debe el recurso -tan frecuente a veces- a esta expresión? ¿Qué significado puede tener en nuestro tiempo? Bastaría preguntar a cualquier bautizado: ¿aprecias, descubres en las personas consagradas algún “rasgo escatológico”? Tal vez su respuesta sería: “¡No sé de qué me hablas!”. O tal vez, otro nos respondería con sencillez: “¡Yo los veo como personas normales!”.
Sin ir más lejos, el título y subtítulo de la 43 Semana para Institutos de Vida Consagrada, organizada por el Instituto Teológico de Vida Religiosa de Madrid, dice así: “El esplendor de la esperanza. Dimensión escatológica de la vida consagrada”. Y yo me me digo: ¡no basta afirmarlo, hay que descubrir su contenido y sus consecuencias!
De este tema (la escatología) dijo con acierto el Papa Juan Pablo II:
“El hombre de la civilización actual se ha hecho poco sensible a las “cosas últimas”… La escatología se ha convertido, en cierto modo, en algo extraño al hombre contemporáneo” (Juan Pablo II)
De esto se deduce qué difícil les resultará a nuestros contemporáneos descubrir la “dimensión escatológica de la vida consagrada”, o descubrir en nosotros una señal escatológica. La expresión no debe ser un tópico, ni un modo de expresarse según “lo teológicamente correcto”. Hay que plantearse en serio cómo hablar de las realidades últimas -que nos propone nuestra tradición de fe- en este tiempo.
¿Y qué es “lo último”?
La palabra “escatología” -en su sentido cristiano- significa “lo último”. Y nos preguntamos entonces, ¿qué es “lo último”, a qué realidades últimas nos referimos? ”
Lo último” para nosotros, los cristianos, son “las postrimerías”, lo “post-”, lo “post” de todo: las realidades últimas. ¡Paradójicamente hubo un tiempo en que “lo post-” se denominaba “los novísimos”!
La teología actual prefiere hablar en singular: “lo último” (eschaton) o incluso -personalizándolo- el “último” (eschatos). El último que tiene la palabra en la historia, en la creación, es Dios mismo. Si toda la historia está marcada por la “missio Dei”, la misión de nuestro Dios-Trinidad, el final estará también marcado y configurado por el final de la “missio Dei”. El protagonismo en esta fase final de la historia le ha sido concedido al Espíritu Santo, el Espíritu del Padre y del Hijo, el Espíritu de la Creación, de la Redención, de la Consumación. Hablar de las “realidades últimas” (eschata) es, ante todo, hablar de cómo el Espíritu Santo llevará a culmen la Creación y la Redención en el universo, en la humanidad, en cada uno de nosotros. Muerte, juicio, infierno, purgatorio, cielo, son nombres tal vez vulgares de una realidad que los excede por todas partes. Lo sabio es definir todas esas realidades últimas desde el protagonismo de nuestro Dios, desde la “missio Dei”, la “missio Spiritus”. Son los nombres del ”consummatum est” del Espíritu Santo, cuando entrega al Abbá y a Jesús el Señor, toda la obra creada y redimida y santificada.
Lástima que cuando hemos hablado de muerte, juicio, purgatorio, infierno y gloria, nuestra mente nos ha llevado a la imagen de un ser humano que ha de rendir cuentas; de un ser humano al que se le someterá a un implacable juicio y evaluación; a quien se le condenará o recompensará “según sus obras” y no “según la infinita misericordia de Dios. En esta forma de entender las realidades últimas, la escatología se convierte en sistema judicial y penitenciario, o concesión de los premios nobels del cielo a los mejores. Contra esa comprensión de la escatología clamaba la Señora que se apareció a los videntes de Fátima, cuando les prometió que: “al final mi Corazón triunfará”. Hablaba de la victoria final del Corazón. Yo supongo que ella se refería al Corazón de Dios.
En cambio, cuando las realidades últimas se contemplan desde la perspectiva de la última Misión del Espíritu Santo, del Espíritu del Amor que se derrama en todos los corazones y en el cosmos ¡todo cambia de color!
La muerte no es simplemente un acontecimiento accidental o natural, es, ante todo, un acontecimiento teológico. Es morir en el Espíritu, compartiendo la muerte de Cristo. Morir no es terminar, sino ser transformado por la energía de Aquel que resucitó a Cristo Jesús.
El purgatorio no es el tiempo de cárcel y de pena debida a nuestras culpas, sino el derramamiento del Espíritu que purifica, que vence en nosotros los malos espíritus y borra sus perniciosos rastros, que nos habilita para entrar en la Nueva Comunidad.
Ser juzgado nada tiene que ver con la justicia retributiva, sino con la justificación de la que tan bellamente nos habla san Pablo: juzgados por Amor, por el Amor y transformados por el Amor.
El infierno es la imagen negativa del cielo, la horrible posibilidad de hacer fracasar en uno mismo la última misión del Espíritu. El infierno es la posibilidad -misteriosa- de rechazar al Espíritu Santo y optar por dejarse poseer definitivamente por malos espíritus. El cielo es la santificación plena, cuando el Espíritu toma posesión total de nosotros y nos identifica e incorpora al cuerpo de Cristo.
El cielo es el resultado de la última misión del Espíritu: “vendremos a él y haremos morada en él”.
De esta manera la escatología es un adjetivo de un sustantivo muchísimo más importante. Habría que hablar de la Pneumatología escatológica, así como también hablamos de una Pneumatología protológica: el Espíritu Consumador, el Espíritu Creador.
¡Creo en el Espíritu Santo!
Se dice con razón que el “Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo” es un Credo simplificado. Y, por lo tanto, que el Credo, es un “Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, extendido”. Son tres los artículos de fe: cada uno referido a una persona de la Santa Trinidad. En el tercer artículo de fe confesamos: “Creo en el Espíritu Santo”
“Creo en la vida eterna, en la resurrección de la carne”, forma parte del tercer artículo de fe, del “Creo en el Espíritu Santo”. La extensión de este artículo de fe está predeterminada por la fe fundante en el Espíritu Santo, el gran protagonista de todo eso que se confiesa; la Iglesia, la resurrección, la vida eterna. Nuestra fe en el Espíritu se despliega con el esplendor de nuestra Esperanza.
Cuando la vida consagrada simboliza esta misión última del Espíritu
Hablar de la dimensión escatológica de la vida religiosa es, por lo tanto, descubrir cómo ella queda iluminada en el presente por aquello que espera, la consumación, el final de la misión del Espíritu. La vida consagrada resalta su dimensión escatológica,
cuando se vuelve cómplice y colaboradora de la misión del Espíritu. Sabe entonces que su colaboración no tiene la última palabra pero la tiene aquella misión en la que colabora, la missio Spiritus.
Es la missio Spíritus la que configura la vida consagrada como comunidad escatológica. La vida consagrada se hace a sí misma prefiguración de la última palabra de Dios sobre la historia.
“La Iglesia… no alcanzará su consumada plenitud sino en la gloria celeste, cuando llegue el tiempo de la restauración de todas las cosas (cf. Hech 3, 21) y cuando, junto con el género humano, también la creación entera…. será perfectamente renovada en Cristo… Y como no sabemos ni el día ni la hora, es necesario, según la amonestación del Señor que velemos constantemente, para que, terminado el único plazo de nuestra vida terrena, merezcamos entrar con Él a las bodas y ser contados entre los elegidos”
La vida consagrada con su ars moriendi charismatica proclama cómo la muerte en el Espíritu no es final, sino transformación.
La vida con su penitencia y llamada permanente a la conversión nos habla del Espíritu purificador, que nos libera de los malos espíritus y nos unge. La vida consagrada, en su misión, detecta infiernos, ámbitos en los cuales malos espíritus tienen un excesivo protagonismo y llama por lo tanto a participar en la lucha apocalíptica -sin calcular demasiado las consecuencias-. La vida consagrada anticipa el cielo cuando celebra la Liturgia Eucarística, la Liturgia de las horas, cuando se hace verdad en ella el salmo 133: “¡qué bello convivir los hermanos unidos!”, cuando anuncia el Evangelio, cuando cura y sana por el poder de Jesús, cuando inyecta la esperanza de la misión victoriosa del Espíritu en quienes están desconsolados, deprimidos, derrotados, bajos de moral.
Vivir escatológicamente es conectar con el Espíritu de la consumación de la historia. Es contemplar la lucha apocalíptica mientras se ve cómo va descendiendo la nueva Jerusalén, la nueva tierra, el nuevo cielo.
Pensemos entonces qué significa que la vida consagrada es signo escatológico: ser signo del Espíritu Santo consumador. Es confesar con el corazón un permanente ¡Creo en el Espíritu Santo! ¡Creo que todo lo que ahora acontece anticipa y está en continuidad con la última acción salvadora de Dios! Este es el Gozo del Evangelio: la Buena Noticia que se apodera de nosotros, eleva al infinito nuestra moral, ilumina hasta los recovecos más tenebrosos de la muerte. Es confesar,
¡Creo en la Missio Spiritus! Es decir, creo en el ser humano porque creo en el Espíritu Santo creador y consumador.