Jesús llega a su pueblo, a Nazaret, donde sigue siendo el hijo del carpintero, uno más de los habitantes a los que los otros vieron crecer, jugar, llorar y reír. Viene con la fama del hombre que hace milagros. Vuelve a su casa y a la sinagoga en la que tantas veces tuvo el calor de la Palabra de Dios.
Y cuando desenrolla el libro y encuentra el pequeño trozo de Isaías lo proclama. Y después dice: «Esta palabra de la Escritura se cumple hoy».
Jesús el gran profeta, el que da forma a la palabra que Dios puso en los sueños y en los labios de Isaías. El hombre del Espíritu porta sobre sí toda la esperanza mesiánica, todo el cuaderno de bitácora del Dios del Pueblo. Sus labios ya pronunciaron lo que iba a empeñar su vida y lo que le iba a costar la vida. Un acordarse de los que estaban olvidados, como sólo Dios puede hacerlo, para llevarlos al Reino, al Reino del mundo al revés. Al Reino de la libertad, de la luz, del año del perdón y de gracia, de la Buena Noticia. Esta es la vida de Jesús, su gran regalo. Es el Espíritu que se expande a sus anchas (está en su casa) y que llega a esos privilegiados abandonados para recrearlos, para que puedan renacer.
Y así lo hace y, porque lo hace, él también se convierte en uno de ellos, en el que quiere y tiene que habitar fuera de los muros seguros de la Ley de las apariencias y las mentiras, aunque muchos digan que esa Ley es de Dios.
Es el Reino concreto, el Reino pequeño, el Reino esperanzador, el Reino inquietante y molesto para muchos. Isaías se alegra en ese pequeño pueblo de Israel de que un hijo de carpintero haya proclamado ese trocito y que haya hecho realidad, por medio del Espíritu, un anuncio bueno, un anuncio distinto que todavía resuena hoy en la vida de los seres humanos. Ojalá que también en nuestras vidas este anuncio hoy se cumpla y nos regale la liberad, la luz, el perdón y la gracia: la Buena Noticia.