«el Señor no nos llama a ser solistas -hay muchos en la Iglesia, lo sabemos-, no, no nos llama a ser solistas, sino a formar parte de un coro, que a veces desafina»
(vatican.va). Simeón», escribe San Lucas, «esperaba la consolación de Israel» (Lc 2,25). Subiendo al templo, mientras María y José llevaban a Jesús, acogió al Mesías en sus brazos. Reconociendo en el Niño la luz que ha venido a iluminar a las naciones, es un hombre ya anciano, que ha esperado pacientemente el cumplimiento de las promesas del Señor. Esperó con paciencia.
La paciencia de Simeón. Observemos con atención la paciencia de este anciano. Toda su vida esperó y ejerció la paciencia del corazón. En la oración aprendió que Dios no viene en eventos extraordinarios, sino que realiza su obra en la aparente monotonía de nuestros días, en el ritmo a veces cansino de las actividades, en las pequeñas cosas que realizamos con tesón y humildad, tratando de hacer su voluntad. Caminando con paciencia, Simeón no se ha dejado desgastar por el paso del tiempo. Es un hombre cargado ya de años, y sin embargo la llama de su corazón sigue ardiendo; en su larga vida habrá sido a veces herido, decepcionado, y sin embargo no ha perdido la esperanza; con paciencia, guarda la promesa -guardando la promesa-, sin dejarse consumir por la amargura por el tiempo transcurrido o por esa resignada melancolía que surge cuando se llega al ocaso de la vida. La esperanza de la espera en él se tradujo en la paciencia cotidiana de quien, a pesar de todo, permaneció vigilante hasta que, finalmente, «sus ojos vieron la salvación» (cf. Lc 2,30).
Y me pregunto: ¿de dónde aprendió Simeón esta paciencia? Lo recibió de la oración y de la vida de su pueblo, que en el Señor había reconocido siempre al «Dios misericordioso y clemente, lento a la cólera y rico en gracia y fidelidad» (Ex 34,6); reconoció al Padre que incluso ante el rechazo y la infidelidad no se cansa, es más, «espera pacientemente durante muchos años» (cf. Ne 9,30). (cf. Nehemías 9:30), como dice Nehemías, para conceder cada vez la posibilidad de conversión.
La paciencia de Simeón, por lo tanto, refleja la paciencia de Dios. De la oración y de la historia de su pueblo, Simeón aprendió que Dios es paciente. Con su paciencia -dice San Pablo- «nos impulsa a la conversión» (Rom 2,4). Me gusta recordar a Romano Guardini, que decía: la paciencia es un modo en que Dios responde a nuestra debilidad, para darnos tiempo a cambiar (cf. Glaubenserkenntnis, Würzburg 1949, 28). Y, sobre todo, el Mesías, Jesús, a quien Simeón sostiene en sus brazos, nos revela la paciencia de Dios, el Padre que nos muestra la misericordia y nos llama hasta la última hora, que no exige la perfección, sino el impulso del corazón, que abre nuevas posibilidades donde todo parece perdido, que busca abrir una brecha dentro de nosotros incluso cuando nuestro corazón está cerrado, que deja crecer el buen trigo sin arrancar la cizaña. Esta es la razón de nuestra esperanza: Dios nos espera sin cansarse nunca. Y esta es la razón de nuestra esperanza. Cuando nos extraviamos viene a buscarnos, cuando caemos al suelo nos levanta, cuando volvemos a él después de estar perdidos nos espera con los brazos abiertos. Su amor no se mide en la balanza de nuestros cálculos humanos, pero siempre nos infunde el valor de volver a empezar. Nos enseña la resiliencia, el valor de volver a empezar. Siempre, todos los días. Después de las caídas, siempre, volviendo a empezar. Es paciente.
Y nos fijamos en nuestra propia paciencia. Nos fijamos en la paciencia de Dios y de Simeón para nuestra vida consagrada. Y nos preguntamos: ¿qué es la paciencia? Ciertamente, no se trata de una mera tolerancia de las dificultades o de un aguante fatalista de la adversidad. La paciencia no es un signo de debilidad: es la fortaleza de espíritu que nos permite «soportar la carga», aguantar: soportar el peso de los problemas personales y comunitarios, nos permite acoger la diversidad de los demás, nos permite perseverar en el bien incluso cuando todo parece inútil, nos permite mantener el rumbo incluso cuando el tedio y la pereza nos asaltan.
Me gustaría indicar tres «lugares» en los que se concreta la paciencia.
El primero es nuestra vida personal. Un día respondimos a la llamada del Señor y, con entusiasmo y generosidad, nos ofrecimos a Él. En el camino, junto con los consuelos, también hemos recibido decepciones y frustraciones. A veces, el entusiasmo de nuestro trabajo no se corresponde con los resultados que esperábamos, nuestra siembra no parece producir el fruto adecuado, el fervor de la oración se debilita y no siempre somos inmunes a la sequedad espiritual. Puede ocurrir, en nuestra vida de consagrados, que la esperanza se desgaste por las expectativas defraudadas. Debemos ser pacientes con nosotros mismos y esperar con confianza los tiempos y caminos de Dios: Él es fiel a sus promesas. Esta es la piedra angular: Él es fiel a sus promesas. Recordar esto nos permite replantear nuestros caminos, revigorizar nuestros sueños, sin ceder a la tristeza y la desconfianza internas. Hermanos y hermanas, la tristeza interior en nosotros los consagrados es un gusano, un gusano que nos come por dentro. ¡Huye de la tristeza interior!
El segundo lugar donde la paciencia se concreta: la vida comunitaria. Las relaciones humanas, especialmente cuando se trata de compartir un proyecto de vida y una actividad apostólica, no siempre son pacíficas, todos lo sabemos. A veces surgen conflictos y no podemos exigir una solución inmediata, ni debemos apresurarnos a juzgar a la persona o a la situación: hay que saber guardar las distancias, intentar no perder la paz, esperar el mejor momento para aclarar con caridad y verdad. No te dejes confundir por las tormentas. En la lectura del breviario hay un hermoso pasaje -para mañana- un hermoso pasaje de Diadoco de Fotix sobre el discernimiento espiritual, y dice lo siguiente: «Cuando el mar está agitado no puedes ver los peces, pero cuando el mar está en calma puedes verlos». Nunca podremos hacer un buen discernimiento, ver la verdad, si nuestros corazones están agitados e impacientes. Nunca. En nuestras comunidades necesitamos esta paciencia mutua: soportar, es decir, llevar sobre los hombros la vida del hermano o la hermana, incluso sus debilidades y defectos. Todo. Recordemos esto: el Señor no nos llama a ser solistas -hay muchos en la Iglesia, lo sabemos-, no, no nos llama a ser solistas, sino a formar parte de un coro, que a veces desafina, pero que siempre debe intentar cantar unido.
Por último, el tercer «lugar», la paciencia con el mundo. Simeón y Ana cultivan en sus corazones la esperanza anunciada por los profetas, aunque tarde en hacerse realidad y crezca lentamente en medio de las infidelidades y las ruinas del mundo. No se lamentan por las cosas que no van, sino que con paciencia esperan la luz en la oscuridad de la historia. Espera la luz en la oscuridad de la historia. Esperando la luz en la oscuridad de su propia comunidad. Necesitamos esta paciencia para no quedar prisioneros de la queja. Algunas personas son maestros de la queja, son doctores de la queja, ¡son muy buenos quejándose! No, la queja nos aprisiona: «El mundo ya no nos escucha» – se oye a menudo – «no tenemos más vocaciones, tenemos que cerrar el negocio», «vivimos tiempos difíciles» – «¡ah, no me digas! Así comienza el dúo de quejas. A veces ocurre que a la paciencia con la que Dios trabaja el suelo de la historia, y trabaja también el suelo de nuestro corazón, oponemos la impaciencia de quienes juzgan todo de forma inmediata: ahora o nunca, ahora, ahora, ahora. Y así perdemos esa virtud, la «pequeña» pero más hermosa: la esperanza. He visto a muchos hombres y mujeres consagrados perder la esperanza. Simplemente por impaciencia.
La paciencia nos ayuda a mirarnos a nosotros mismos, a nuestras comunidades y al mundo con misericordia. Podemos preguntarnos: ¿acogemos la paciencia del Espíritu en nuestra vida? En nuestras comunidades, ¿nos cargamos los unos a los otros sobre los hombros y mostramos la alegría de la vida fraterna? Y hacia el mundo, ¿realizamos nuestro servicio con paciencia o juzgamos con dureza? Son retos para nuestra vida consagrada: no podemos quedarnos en la nostalgia del pasado ni limitarnos a repetir las cosas de siempre, ni en las quejas de cada día. Necesitamos la paciencia valiente para caminar, para explorar nuevos caminos, para buscar lo que el Espíritu Santo nos sugiere. Y esto se hace con humildad, con sencillez, sin gran propaganda, sin gran publicidad.
Contemplemos la paciencia de Dios e imploremos la paciencia confiada de Simeón y también de Ana, para que también nuestros ojos vean la luz de la salvación y la lleven a todo el mundo, como estos dos ancianos la llevaron en alabanza.