Así llaman en Japón a los jóvenes que prefieren permanecer larguísimas temporadas sin salir de su cuarto. Que estamos lejos de ese problema, es evidente. Que con el enclaustramiento de la pandemia quizá nos amenace algún bacilo de esa cepa, entra dentro de lo posible. Si san Felipe Neri rezaba cada noche: “Gracias Señor, porque hoy no me he hecho musulmán”, podemos adaptar su oración y pedir: “Por favor, Señor, no dejes que me convierta en un hikikomori. Amén”
El primer síntoma de peligro puede ser una inclinación creciente a dedicar a lo comunitario lo justito para “cumplir” y suspirar de alivio al cerrar la puerta de nuestro cuarto: “Aquí me siento a salvo de injerencias ajenas y pronuncio el mantra QMDEP (que-me-dejen-en-paz)”. Los jóvenes alegan: “no estoy enganchado a las redes, es que hoy el apostolado pasa por ahí…”. Los mayores recordamos: “Los maestros de espiritualidad recomiendan mucho el recogimiento de la celda, ya lo dice en sus Cautelas san Juan de la Cruz: “Guarda con toda guarda de poner el pensamiento, y menos la palabra, en lo que pasa en la comunidad (…) procurando tú guardar tu alma en el olvido de todo aquello”. Y santa Teresa: “La costumbre que ahora llevamos es no estar juntas, como manda la Regla, sino cada una apartada en su celda”.
Sabios consejos, por supuesto, pero que pueden servir de tapadera para otras cosas “de menos virtud” como reconoce más de uno: “Me enganché con los cascos puestos a la retransmisión del partido, pero tenía que haber acompañado a fray Edmundo en su paseo alrededor de la manzana”; “Cerré la puerta y me puse a escuchar en YouTube una charla preciosa cuando vi que asomaba por el pasillo sor Angélica, dispuesta a contarme otra vez el estado de su rodilla…”.
¿Cómo evitar que el cuarto y su puerta hagan de nosotros una copia light de hikikomori? Dos sugerencias: aficionarnos a cerrarla, no para escapar de los demás, sino para seguir aquel consejo del Evangelio de “entra en tu aposento, cierra la puerta, ora a tu Padre…”. Porque podemos andar muy despistados y extravertidos, demasiado pendientes de cómo nos valoren los demás y es tiempo de decidirnos a “vender” tanto estímulo externo para comprar el campo de esa interioridad que esconde un tesoro. Y con él, la posibilidad de vivir desde lo que realmente somos, desde aquello que nos da identidad y consistencia.
También podemos hacer nuestro este precioso poema: “En el vestíbulo de la noche, envuelto en una luz tenue, empujo a Chronos hacia la puerta con firmeza. Se acabó tu tiempo –le digo– mientras acompaño a mi querido amigo Kairós dándole un abrazo de bienvenida. Adiós a la hora del reloj, a la hora del haz lo que debes. Hola al tiempo de la gracia, al tiempo que gira en espiral. El tiempo para liberar mi corazón está vencido hoy. ¡Adelante! Descúbreme tu secreto, empápame de tu sagrado silencio”1.
Son “portazos” que no hacen ruido pero que tienen el poder de asentarnos la vida.
1 Macrina Wiederkehr, Las siete pausas sagradas: Vivir las horas plenamente consciente, Madrid 2020.