Hijos de carpintero

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Justo después de haber leído el pasaje de Isaías que dibujaba su propia vida, sus expectativas y su verdad más íntima, Jesús es confrontado y rechazado por aquellos con los que había vivido durante 30 años: sus vecinos.

Ellos no acaban de creer que el que anuncia la liberación y el año de gracia, aquel que hizo signos y Reino en Cafarnaún sea el profeta esperado. Aquel Elías y Eliseo de los que oían hablar en la sinagoga los sábados y de los que oían contar historias a los más mayores.

Jesús, todo el mundo lo sabía, era el hijo del carpintero, sus hermanos y hermanas vivían allí, lo habían visto aprender a andar, jugar, llorar, trabajar… No podía ser él: los profetas son seres excepcionales, tan cercanos a Dios (hablan sus mismas palabras) que tienen que estar y ser lejanos de los hombres. Pertenecían a la esfera de sagrado, estaban consagrados (apartados, separados) de los demás. No dejaban de ser «anormales», pero este Jesús hijo del carpintero era absolutamente normal, uno más. Aunque tuviese esa autoridad del amor y realizase los signos del Reino ya presente, no dejaba de sentarse a la mesa de pescadores y frecuentaba las malas compañías. Tocaba la impureza del pecado que en aquel tiempo se manifestaba también como enfermedad. Hablaba y se rodeaba de mujeres (Rabí!!) cuando todo el mundo sabía que eran fuente de pecado y contaminación.

No podía ser, era un farsante. No tanto por negarse a realizar signos y milagros en su tierra, sino por tener la desfachatez de haber dicho que la lectura de Isaías se cumplía en él: el absolutamente normal hijo del carpintero.

Y quizás nosotros nos empeñemos en renunciar a esta filiación de maderas y astillas, de vestidos con virutas en los pliegues, de nuestra «normalidad», para convertirnos en caricaturas de profetas apartados de la cotiniadidad, de nuestra propia verdad. Jugando a ser magos de un Dios que no es el de Jesús, sino de ese otro que solo está con los justos, los sanos y muy a gusto en un rebaño con 99 ovejas.

Pero nunca olvidemos que somos felices hijos e hijas de carpintero. No una triste casta.

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