Desde el comienzo de la Cuaresma, de la mano de la Iglesia, madre y maestra, nos hemos acercado al misterio de la Pascua de Cristo: hemos escuchado como discípulos la palabra de Dios, hemos admirado lo que Dios nos revelaba, hemos dado gracias por las maravillas de Dios que conocimos, y, recibiendo el Cuerpo de Cristo, hemos comulgado la palabra escuchada y creída.
Hoy, llevando ramos y palmas en las manos, caminamos hasta el lugar de nuestra asamblea eucarística, cantamos himnos a Cristo nuestro rey, y escuchamos el anuncio de su entrega obediente, la revelación de su anonadamiento, el relato de su pasión.
Esto es lo que hemos hecho; considerad ahora el misterio que estamos viviendo.
Nos lo revela la palabra del profeta, que dice a la Iglesia: “Mira a tu rey, que viene a ti, humilde, montado en un asno, en un pollino, hijo de acémila”.
Eres pobre, y viene a ti tu rey, el que es para ti el bien, todo bien, sumo bien.
Necesitas paz, y viene a ti tu rey, se acerca humilde a tu necesidad, trae la paz en su mirada, y llena de paz los corazones de tus hijos.
Esperas la salvación, y viene a ti tu rey, Jesús de Nazaret, humanidad de Hijo, en la que Dios ha puesto la salvación del mundo: nació de María, nació para ti en Belén, estuvo en brazos de Simeón, y hoy viene a ti, humilde, tu rey, tu salvador.
Y porque has reconocido a tu rey, porque lo has visto llegar humilde y venir a ti, lo aclamas con gritos de júbilo, cantas para el rey del mundo: “Bendito el que viene en nombre del Señor”.
“He ahí a tu rey”: Hoy viene a ti humilde el que un día ha de venir con gloria sobre las nubes del cielo.
“He ahí a tu rey”: Mientras escuchas la palabra del Evangelio, ves a tu rey en el trono de la cruz, y aunque lo ves clavado de pies y manos al madero, sabes que está viniendo a ti, humilde, para quedarse contigo, para traerte su paz, para ofrecerte su justicia, para hacer contigo una alianza eterna de amor.
“He ahí a tu rey”: Mientras escuchas la palabra del Evangelio, ves a tu rey que combate por tu vida, por tu libertad, por tu salvación, lo ves cubierto de heridas y abandonado, lo ves, y dejas de aclamarlo con cantos para que lo aclame tu compasión y tu gratitud, dejas de ofrecerle el homenaje de tus ramos para ofrecerle la ternura de tu abrazo, el refugio de tu corazón.
“He ahí a tu rey”. Hoy lo verás, humilde como el pan, sobre el altar de tu Eucaristía. Si aún no habías entendido la palabra del profeta, que te decía, “mira a tu rey, que viene a ti”, ahora puedes entender que tu rey viene para ti, para ser tuyo, para ser tu pan, para ser tu alimento, para ser tu vida.
Puede que hoy encuentres a tu rey que viene a ti, humilde como emigrante, herido como niño de la calle, perseguido como hombre o mujer que carece de derechos porque carece de papeles. Si lo encuentras, no olvides que viene a ti, porque necesita acogerse a tu compasión, sentir la caricia de tu gratitud, descansar en tu ternura, cobijarse en tu corazón.
No dejes que se oscurezca la luz de la fe para reconocer a tu rey, pues él viene a ti en su palabra, en su Eucaristía, en sus hermanos, en sus pobres. Y porque lo ves en todas partes, en todas partes lo aclamas, lo acoges, lo sirves, lo amas.
Un día será la Pascua, y verás la gloria de aquel con quien has sufrido y a quien has ayudado. Feliz domingo.