(Carlos Gutiérrez Cuartango. Cisterciense. Monasterio de Sta. Mª de Sobrado).
“Ser capaz de sentir y vivir la aptitud para un amor tierno exige una confrontación con lo demoníaco” (Rollo May).
Dios habla al corazón del hombre, al centro de su ser. La relación con Dios se establece desde el estrato más básico, el de un simple ser humano. De otra manera, lo que quedaría expuesto al diálogo serían solo personajes o máscaras. Desde su espíritu, el hombre es capaz de unificarse, y de reordenar las otras dos dimensiones: el cuerpo y la psique. Por lo tanto, cada ser humano, como persona, concebido unitariamente, es el objeto del amor incondicional de Dios. Permanecer en su amor, es la garantía de que su vocación concreta, histórica y eclesial, sea consistente.
Desde esta perspectiva, la vida espiritual es la misma y única vida ‘vivida a lo divino’, es decir, lo que la persona es desde la mirada benevolente de Dios, que es capaz de reordenarlo y reestructurarlo todo, haciendo emerger el hombre nuevo, libre, que no vive ya para sí mismo sino para los demás. El Espíritu es capaz de enuclear, a partir de un centro vivo, todas las fuerzas de la ‘pasionalidad’ humana. Sin reprimir nada, hace girar, como satélites en torno a un centro, todos los impulsos de la vida. La integración resulta de múltiples idas y venidas, ascensos y caídas, renuncias y reconquistas, hasta llegar a la cristalización de un poderoso centro que todo lo atrae y armoniza.
En el perfil espiritual y en el talante humano de los religiosos encontramos, en su conjunto, una disposición integradora ante la vida. No hay temor a las pasiones, sino que se las encara con naturalidad, sin reprimirlas. Lo negativo, asumido, pierde su virulencia y se comporta como una fiera domesticada. La energía liberada refuerza el polo positivo. El resultado es la imagen de un hombre integrado, señor de sus energías, porque maneja las riendas de todas ellas; es capaz de ternura y de gestos profundamente humanitarios, porque no se ha dejado acartonar por la racionalidad y el control.
“Un árbol para crecer hacia lo alto, hacia lo espiritual, lo abstracto, es necesario que esté bien arraigado en la tierra, en lo concreto, en la materia. Es al igual que el ser humano, un ser que une cielo y tierra. Es el portador del fruto acabado, y al mismo tiempo, está en pleno proceso de desarrollo. Nosotros, como seres humanos, somos la máxima expresión de la creación y al mismo tiempo estamos aún en proceso de crecimiento” (Carl G. Jung).