(Rosa Ruiz Aragoneses. Claretiana. Profesora en la ERA. Blog: «En el Mar de los sargazos». vidareligiosa.es). “Entonces el lobo y el cordero irán juntos, y la pantera se tumbará con el cabrito, el novillo y el león engordarán juntos; un niño los pastorea” (Is 11,6).
Vivo en una comunidad formada por nueve mujeres. Edades comprendidas entre 25 y 65 años. Seis nacionalidades distintas. De las más jóvenes, dos son congoleñas. Les propusieron ser destinadas a la misión de Perú… y aceptaron. No hablaban español (ahora sí); no habían salido nunca de su país, sus registros culturales, comidas, bailes, criterios… (ahora sí). Otras dos jóvenes son asiáticas; una de Indonesia y otra de Vietnam. Tienen menos años de los que yo llevo en la congregación. Les propusieron ser destinadas a la vieja Europa… y aceptaron. No hablaban español (ahora sí); en los pocos años de vida consagrada que tienen ya habían vivido en 3 países distintos. Ahora añaden un país más y un marco muy distinto. Para empezar, vivirán con hermanas que les triplican la edad.
Recuerdo este pasaje mesiánico de Isaías porque creo que necesitamos hombres y mujeres que pastoreen bien; sí, que pastoreen… no que solo gestionen, manden, destinen u organicen eventos… No, eso no es pastorear. Necesitamos que nos pastoreen bien y dejarnos pastorear. Y además ser pastoreados por un niño pequeño, por quien no tiene a la espalda equipajes pesados. Tampoco tienen algunas herramientas, ciertamente, pero tienen otras armas muy potentes: la novedad vivida como invitación de Dios creo que es la mayor.
Por eso –quizá– me conmueven y esperanzan todos los signos que veo entre los pequeños de nuestras comunidades. No hablo solo de edad, aunque es básico. Es una actitud ante la vida, deseo espiritual, disponibilidad sencilla. Como un niño.
Ser jóvenes, inexpertos, espontáneos… no les hace mejores, pero los acompaña la frescura de lo espontáneo, de quien se fía, de quien tiene la vida por delante y las fuerzas casi por estrenar. Y a la vez han vivido. No son niños ni niñas sin criterio. Ojalá les recibamos así y nos dejemos acompañar por ellos. Estos hermanos y hermanas jóvenes no carecen de contradicciones internas y fragilidades personales. Pero nosotros, la vieja guardia, tampoco. Acogen la diversidad y el desarraigo de vivir con criterios y modos muy alejados del propio sentir vital y espiritual. Algo que experimentan hoy, aún sin salir de su país, muchos jóvenes consagrados españoles que entregan la vida en nuestras, a menudo, desgastadas comunidades y estructuras.
Repaso por dentro aquel poema de Péguy sobre la esperanza: “La fe no me sorprende, dice Dios. Que en verdad para no verme tendría esta pobre gente que estar ciega. La caridad, dice Dios, no me sorprende. A menos de tener un corazón de piedra, cómo no iban a tener caridad con sus hermanos. Pero la esperanza, dice Dios, sí que me sorprende. Esa pequeña esperanza que parece de nada. Esa niñita esperanza. Inmortal”.
Apuesto por lo que nace, dejando que “los muertos entierren a sus muertos” (Lc 9,60). Apuesto por lo desconocido, por lo que nos hace dudar, por signos de comunión misionera que nunca formarán parte de memorias de gobierno, por asumir retos reales aunque no sean vistosos. Signos que nos descubren que ni el mundo, ni la vida consagrada ni la Iglesia terminan en lo que para mí es “lo normal”. Todo ello, bienvenido sea. Aunque venga como un niño pequeño. También David era el más pequeño y fue elegido por Dios para tejer Historia de Salvación. Dejémonos pastorear más y mejor por ellos.