Hacia Belén

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Iban los dos. José preocupado por María, pensando que esos poderosos tienen la triste manía de contar a las personas, de convertirlas en números que pagan impuestos, que van a sus guerras… Entre dientes José pensaba todo eso y dónde se iban a hospedar él y su amada a punto de dar a luz.
Y María, soñadora, esbozaba una sonrisa al sentir en sus entrañas como Jesús se movía. Y recordó el día en que su casa se coló un ángel. También con la sonrisa en los labios, en esos labios de Dios que no pueden hacer otra cosa que sonreír, para eso es Dios. Y pasaron por sus labios, los de ella, como saboreándolo, las palabras de ese enviado. No sabía muy bien si soñadas pero sí vividas.
Ese «No tengas miedo María» que le recorrió todo su cuerpo y que la hizo vibrar de una paz que nunca había sentido.
Y María sonríe como el ángel en ese camino hacia Belén y todo su ser le tiembla otra vez, como a cualquier mujer que siente la vida bullendo dentro de su vientre. Y ella sabe que su hijo es especial, como todos los hijos para sus madres, un milagro que no es de ella, como todos los hijos aunque sus madres no lo quieran pensar.
Pero ella también sabe que ese hijo de sombra de Espíritu un día va a recorrer los caminos y a llevar la paz y la sonrisa de Dios. Y que no le pertenece, como no le pertenece a ninguna madre, y eso le duele. Le duele saber que los hombres no lo van a entender porque un amor entregado, el de sus entrañas, no se puede aceptar porque es la Luz y la suavidad y la ternura desarmada del cielo y la tierra nueva.
Y José sigue preocupado y María soñadora. Y recuerda las palabras de la sonrisa de Dios: «No tengas miedo María». Y ella se sumerge en la sonrisa de Dios y la paz la cubre con su sombra y el niño se mueve otra vez en sus entrañas, sonriendo. De camino a Belén

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