HABLAMOS DE LIDERAZGO (I)

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Queremos reivindicar el estilo de Jesús. Aludimos al valor espiritual de ser guía, animación y visión. Y además estamos pidiendo un estilo diferente, justamente porque la cultura social nos devuelve unas formas gastadas, un estilo corrompido y una trayectoria equívoca.

Los nuevos tiempos nos dicen que se hace evidente un cambio de timón significativo. Hay demasiados estilos caducos que todavía se empeñan en tener vigencia, sin tener vida. Se impone un modo nuevo de presencia y organización que esté orientado por un liderazgo evangélico. Demasiadas expresiones de sacrificio y abnegación, pronunciadas desde el poder, encierran, en realidad, un «autobombo» indigesto e inaceptable para este bien transitado siglo XXI.

La Iglesia que no es ajena a los cambios sociales está percibiendo que tiene que ofrecer otro estilo de liderazgo. Otra manera de presentarse, otros criterios desde los cuales pueda leer los acontecimientos sociales sin juzgarlos y las situaciones humanas sin agredirlas. La Iglesia, después de tantos siglos y no pocos intentos, manifiesta en su Papa actual que está orientando el estilo de liderazgo necesario para este siglo. El que la gente necesita y entiende; el que el Espíritu suscita.

 

Es verdad que son muchos los frentes abiertos. El cambio de paradigma, más que iniciado, no está exento de ambigüedades. Debemos entender en este aspecto, como en tantos otros, que nada en sí es blanco o negro, todo tiene sus matices y los paradigmas limpios no existen, sino que en la sucesión de los mismos a lo largo de la historia, los siguientes bebieron de los anteriores y los superaron. Por eso hablar de nueva vida religiosa o de nuevo estilo de liderazgo en ella, no quiere decir, en absoluto, que a modelos caídos, modelos propuestos. No se da en las instituciones las transiciones con ruptura si éstas tienen pretensión de vivir y dar vida. Se dan, más bien, progresiones, evoluciones que sin hacerte consciente mientras las vives, facilitas un tránsito histórico. Es una pena que no podamos observarnos desde una hipotética máquina del tiempo. Imagínense que fuésemos capaces de vernos hoy, dentro de 200 años. Seguramente muchos quebrantos y procesos de reestructuración ambiguos; muchas dudas y un no saber qué…” quedarían resueltas. Observaríamos con gozo que quienes somos hoy religiosos y religiosas estamos facilitando una nueva vida religiosa, que no vemos quienes la vivimos, pero que se está fraguando y posibilitando para que las generaciones futuras, en este siglo XXI, la expresen.

El liderazgo, en este sentido, no se muestra imprescindible, sino urgente. En la reciente asamblea de la Unión de Superiores Generales, así lo constataron. De igual manera la Unión de Superioras. No se trata hoy de conservar o guardar; hacen falta personas que impulsen la misión y la comunidad y, a la vez, que con arte y entrega de la propia vida, restañen las heridas del hombre o mujer religioso. El liderazgo necesario en la vida religiosa de este tiempo no es el que tiene respuestas para todo, sobre todo, cuando éstas se sacan del «baúl de los recuerdos», sino el que es capaz de provocar la libertad y la responsabilidad de cada uno. No es imprescindible el liderazgo de la buena y exacta gestión, con la que cubrimos la carencia de la espiritualidad, sino la animación a líneas más arriesgadas, proféticas y clarividentes que pongan en entredicho tanta burocracia vacía. No necesita la vida religiosa líderes factótum que lo hacen, dicen y se erigen en portavoces de todos, éstos además de limitar el crecimiento armónico de las comunidades y de las personas, terminan por sembrar la sensación irreal de una «polifonía monocorde» lo cual es una contradictio in terminis en la vida religiosa. Sobran líderes preocupados sólo por la conservación y el recuerdo, porque éstos tratarán de justificar su acción, o no acción, por la presión ambiental o el miedo a un mundo que temen más que aman. Pero también son innecesarios aquellos líderes que confunden la vida religiosa con una «franquicia», signo de las marcas interculturales, en nuestro tiempo. Olvidan éstos que la vida religiosa tiene que tener poco parecido con las redes comerciales porque si no se llega a confundir, diluir y desaparecer.

El liderazgo que necesita la vida religiosa es y debe ser siempre evangélico. No deja de ser elocuente que lo propone el Señor a aquel o aquella que no lo busca, no lo quiere e, incluso, lo teme. Y esto es así, porque en su interior, quien tiene madera de líder, descubre que no es un privilegio sino una responsabilidad. Quien lo busque porque percibe privilegio está desautorizado o desautorizada para encarnarlo. Las familias religiosas podríamos ganar verdad en este campo. ¡Cuánto ganarían en la docilidad al Espíritu nuestros capítulos si pudiésemos hablar así, orar así y exponer así! ¡Cuánto adelantaríamos en la obediencia a la misión y a la lectura coherente de los tiempos si promoviésemos, nos formásemos y facilitásemos verdaderos liderazgos evangélicos!

La vida religiosa tiene en sus entrañas la capacidad de ser siempre nueva y provocadora. Hablamos de familias con tradición de años o siglos y, sin embargo, resultan siempre sorprendentes e inquietantes en sus proposiciones y ofertas. Creo que el mejor signo de novedad sería que dejásemos a las congregaciones y su patrimonio espiritual desenvolverse, desaprisionarse de costumbres y leyes, no escritas, que condicionan un liderazgo evangélico. En la Asamblea de la USG que citaba, el maestro general de los Capuchinos nos dejaba tres indicadores del liderazgo de este tiempo. Me parecen clarividentes, por la sencillez y la verdad que encierran. Decía el P. Mauro Jöhri que, en este momento, el liderazgo tiene que apoyarse en tres verbos: « dialogar, dar pistas y, sobre todo, escuchar». Porque solo quien asume como guía vital el principio evangélico de la sencillez es capaz de dialogar poniéndose, en verdad, en el lugar de la otra persona; solo quien convierte la Palabra en la fuerza motriz de su existencia puede llegar a ofrecer pistas, siempre nuevas y antiguas, como son las de Jesús, y solo quien entiende que el liderazgo es servicio es capaz de pararse, detenerse y convertir a sus hermanos o hermanas en el centro de su existencia con una escucha activa a cada uno, en su mismidad y originalidad. Es la escucha la primera via de gobierno, nueva e imprescindible, para el liderazgo del siglo XXI. Y ciertamente, aunque no resulta en absoluto nueva, desgraciadamente es novedosa por el estilo de vértigo, proyectos y programas que hemos impostado en nuestro vivir como consagrados. No puede ejercer el liderazgo quien no tiene tiempo para la escucha de todo y a todos, pero menos aún quien no tiene la capacidad de desarrollar ese don, que no es innato.

No está mal echar mano de la historia pequeña, de la vida en silencio no magnificada de nuestras congregaciones. En ella, encontramos vías para ofrecer y acrecentar qué estilo de liderazgo quiere Jesús. Hace no mucho me contaban algo que ocurrió en mi congregación hace muchos años. A mí casi me parece ciencia ficción por la distancia en el tiempo. Me decían que allá por los años cincuenta del siglo pasado, quien era subdirector general de la congregación tuvo el gesto siguiente. El superior de una casa le comunica que su madre es una de las indigentes que casi a diario vive de la caridad que la comunidad puede ofrecer. Al preguntarle el superior si quería que se hiciese algo más, sencillamente respondió: «continuen tratándola desde el principio evangélico con el cual debe ser recibido todo necesitado en nuestra puerta…». Estaba hablando de su madre a quien le debía todo y a quien quería entrañablemente. Quien así responde quiere decir que tiene bien integrados los principios evangélicos de igualdad y comprensión; de justicia y caridad. Quien así responde en los ya lejanos años cincuenta, nos está ofreciendo una pista fiable y siempre nueva de lo que significa la verdad evangélica de proponer y exigir lo que uno mismo vive. Ni más, ni menos. Nos está enseñando en qué consiste un lider que puede guiar a sus hermanos.