El grano de mostaza es una de las semillas más pequeñas que conocemos. Y es esa semilla diminuta la que Jesús elige para para utilizarla en alguna de sus comparaciones. La de hoy es excesiva, como todas: si tuviésemos la cantidad de fe mínima, minúscula, del granito de mostaza viviríamos de otra manera.
Mover una montaña o mandar a un árbol que se plante en el mar son dos acciones poco útiles, pero desproporcionadas en relación al tamaño de la fe necesaria.
Ese casi nada necesario para lograr lo improbable es lo que el nazareno reclama a los suyos. Pero no para realizar acciones desbordantes de poder caprichoso que a tantos sorprendería y adularía. Esos signos fuertes y descarados que muchos siguen buscando y reclamando de un Dios indiscutible y evidente en el que fuera obligatorio creer por esas demostraciones de poder casi caprichoso.
El granito de mostaza nos remite a esas otras realidades que son tan casi nada que se nos escapan entre los dedos de la mano fuerte y déspota que quiere controlar y manejar, incluso al mismo Dios. Esas realidades frágiles y discretas, cotidianas y que no se imponen groseramente, son las semillas del Reino que solo se pueden percibir con el regalo de la fe.
Esa cantidad infinitesimal necesaria de fe que es regalo y que va creciendo sin que nos demos casi cuenta pero que también hay que cuidar casi con mimo. Con el mimo y el esmero de lo que es frágil y hermoso, de lo que es sagrado porque es al mismo tiempo profano, de lo que es desconcertante y pacificador, de lo que es sutil y que engendra toda su fuerza en la debilidad.
Por ahí, por aquí, se va moviendo este Dios de Jesús en nuestro día a día. Y si tuviésemos la fe como ese grano de mostaza lo percibiríamos con los ojos sorprendidos y admirados y con el corazón agradecido cotidianamente.
Y este granito de fe lo tenemos todos, porque es regalo, pero no lo solemos percibir porque es demasiado pequeño y sin importancia para que le prestemos atención.
“Auméntanos la fe”