Ayer tuve oportunidad de compartir con un grupo de gente joven unas propuestas de formación. Se sucedieron palabras como libertad, liderazgo, osadía, inicio, ruptura… palabras, por otro lado, frecuentes en la vida consagrada. Sin embargo, ayer tenían “otro sabor”. Porque eso fue lo que me transmitió este grupo de jóvenes que quieren y necesitan vivir la consagración de otra manera.
Y es que de manera explícita, ayer reflexionamos sobre la riqueza de este tiempo que nos posibilita (y a veces dificulta) que las palabras no resuenen igual en todos, ni las necesidades, ni las urgencias. Ayer pusimos texto a una melodía frecuente en nuestros fueros, como es la pluralidad. Me di cuenta de que este grupo de hombres jóvenes no temen la pluralidad, necesitan mirarla a los ojos y, todavía más, han comprendido que la pluralidad es el signo de la misión y la comunidad para este ya avanzado siglo XXI.
Quienes frecuentemente escribimos sobre las necesidades de la vida consagrada deberíamos escuchar esa “necesidad en cada persona”, en cada encarnación. Tratar de generalizar nos conduce a discursos vacíos, atemporales, quizá bellos, pero sin ninguna capacidad incisiva para formar este presente. Porque la teología de la vida consagrada necesita reflexión y estudio; pero sobre todo, acompañamiento y contacto con la vida.
La necesidad y posibilidad de la vida consagrada tiene nombre y apellidos; tiene historia personal de búsquedas y verdades; tiene en su haber esperanza y decepción; intento y huida; tiene como protagonista – con el Espíritu– alguien que se dejó cautivar por los valores del Reino y ha sabido ponerlos en diálogo con sus orígenes, su historia familiar, su percepción de la amistad y el amor; su sentido de transcendencia, y también de inmanencia.
Y es que la raíz profunda de la consagración es el signo. Nada menos que el signo. Ese espacio frágil y no contaminado en el que la normalidad se transforma en eternidad. Definir la vida consagrada desde itinerarios de consumo en el que se suceden modas, propósitos que se evalúan y se logran; comparaciones, o nostalgia del pasado, nos puede mantener entretenidos, pero inconsistentes frente a una identidad que necesita ser otra cosa. Porque nuestro problema se agranda cuando no descubrimos que la vida consagrada es valiosa por su significación independientemente de su productividad. Detrás de valoraciones productivas siempre se esconden, agazapados, solteros y solteras que hace tiempo perdieron el gusto de la fe, y ahora lo que necesitan es sentirse valorados por lo que sus manos o cabeza; su inteligencia o artimaña, ha logrado hacer.
No podemos caer en un engaño absurdo. La vitalidad vocacional de lo que somos no necesita el artificio de contar historietas bonitas; ni significar un cambio vocacional radical, o poner de muestra que alguien fue muy bandolero y después llegó a ser un ángel cuidadoso. No va por ahí, aunque todavía queden quienes a bombo y platillo quieran subrayarlo. El anuncio verdadero es una fraternidad que celebre la vida; la comparta y no anhele, nada más, que esa alegría esté bien repartida, y llegue a todos. Esa es la libertad del signo que es capaz de llenar el corazón. Aquella que no te deja vivir en compensaciones absurdas y pequeñas, donde confundes lo que buscas con gratificaciones mediocres que nada tienen que ver con la libertad de la consagración.
Ayer, en este grupo anónimo, porque como este hay infinidad en nuestro mundo, me enseñó todo eso. Además, me lo regaló en primera persona desde el testimonio y no desde la formulación tópica. Me dijo en lo que creía… y también en lo que no creía, y deduje, para mi aprendizaje particular, que sobran palabras, falta silencio; sobra análisis y falta acción de gracias; sobran historias y falta experiencia contemporánea de Reino; sobra adoctrinamiento y falta comprensión personal de lo que significa configurarse con Jesús.
Como siempre, casi lo mejor se me pasa en este relato de urgencia. Cuando ya nos despedíamos, uno de los jóvenes me dio las gracias. Pensé que era por todo lo expuesto, pero añadió: “gracias porque se te ve feliz”. Y de vuelta a casa, pienso que no hay nada mejor que nos podamos decir, porque así es. Por eso, gracias… por las gracias.