“Ganarse los garbanzos”

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Un sacramental de vida e historia

Jesús decía a los apóstoles que había cosas que sólo las entenderían más tarde, quizá cuando ya El no estuviera. Algo así pensaba yo, hoy, al ver mi plato de garbanzos, con su carne, tocino y chorizo, junto a una copa de buen vino, acordándome  sobre todo de mi padre Gabriel.

Recuerdo como en mi infancia la comida de mediodía me resultaba monótona y poco apetecible. Llegar a casa y preguntar qué íbamos a comer era todo una, aunque la comida diaria eran los garbanzos, eso sí, con sus buenos aderezos para ser comida y plato único y completo. A mi madre le molestaba la pregunta, siempre respondía que había que comer lo que estaba en la olla y dar gracias, pero para mí  descubrir que un día no era   el mismo menú se convertía en motivo de alegría y gozo, tocaba hasta las palmas. Por otra parte me costaba comerlos y tonteaba, engañándolos con cebolla, tomate, lechuga…y haciendo mohines. Intentando liberarme y comer los menos posibles, y buscar algún complemento más gustoso a hurtadillas, de lo cual después incluso me confesaba provocando la sonrisa del confesor.

Un día, sentados todos a la mesa, junto a mi padre, un mediodía de verano riguroso – era cuando me costaba más aún tragarlos- empecé con el tonteo y exasperé a mi padre, que era  muy paciente con nosotros, hasta el punto de que me puso el plato de los garbanzos en la cabeza y cayó al suelo haciéndose trizas, a la vez que me decía: “no quieres garbanzos, pues toma  garbanzos”. Después logré alcanzar a entender algunas cosas de la vida sencilla que justificaban perfectamente esa acción de corrección paterna, la lógica de la vida y del esfuerzo  del trabajo duro. “Ganarse los garbanzos” era la expresión corriente para referirse a la lucha de la vida, de los padres especialmente en el mundo rural, saliendo a trabajar para que no faltaran en la mesa de cada día, como el pan. Mi padre era quien partía también el pan y lo repartía entre todos en la mesa, para coger él su trozo el último, como rito y símbolo de quién era el que se esforzaba y se hacía el último para que ninguno de nosotros pasara necesidad.

En aquella época veíamos salir  cada año, tras las vacaciones de navidad, centenares de hombres de mi pueblo, en autobuses  camino de Alemania. La crisis les obligaba en los sesenta a irse a más de mil kilómetros a buscarse los garbanzos de su familia. Eso  ocurría cuando ya no había trabajo en el campo para todos, la maquinaria los había sustituido y había que salir fuera para seguir comiendo. Hasta entonces muchos de ellos se ganaban sus garbanzos incluso segándolos. Cuántas veces mi padre se levantaba a las dos o las tres de la mañana para coger su bicicleta e irse al lugar lejano donde iban a segarlos en la claridad del amanecer,  para poder librarse de las horas más duras del sol insoportable del verano. Probablemente aquel día ya estuviera en la mesa con nosotros para comer, porque la noche antes se habría levantado en la madrugada para hacer ese oficio. Como para querer aguantar mis mimos de selección de comida y de desprecio de esos garbanzos por los que él no había apenas dormido, había sudado y sufrido esforzándose  a más no poder.

Después vino el Seminario a mis once años, donde ya era más difícil escaparse, y uno hacía el juego que podía, ponía pocos y movía la masa para que el plato pareciera más lleno ante la vigilancia de los que hacían de formadores y educadores, hasta que poco a poco la conciencia fue trabajando aquello de capricho, deseo y necesidad, y comencé a entender que lo de los garbanzos había que comerlos por necesidad dejando a un lado los caprichos. Entendí que en los garbanzos iba mucha vida de mucha gente.

Hoy llegué a casa  y Milagros – persona que me sigue cuidando y ayudando en casa- me explicaba  que había hecho caldo para guardarme y de paso unos garbanzos con todos sus aderezos. Curiosamente me dio alegría. Preparé mantel y mesa, coloqué todos los utensilios, oré recordando a mi padres, me sonreí pensando que me estarían viendo, y hasta hice foto para enviarla a mis hermanos que sé que se ríen con estas anécdotas vividas en mi familia de los garbanzos y mi “pobre” infancia. También es verdad que hoy  este plato bien cocinado es  más deseo y excepción que obligación forzada y diaria. Pero estamos en crisis y parece que vamos a tener que volver a profundizar en aquello de “ganarse los garbanzos”, ya sea en Alemania o sudando por estos lares.

Por eso cada día le tengo más respeto a eso de ganarse los garbanzos, la lucha de cada familia  desde la mañana para que no falte lo necesario en la mesa.  Me resisto a aceptar un mundo, una sociedad, un mercado, donde se dificulte que cada uno pueda ganarse sus garbanzos, su pan de cada día. Tenemos que luchar para que esto  no siga siendo así, si hace falta rompiendo el plato de los garbanzos en los corazones y cabezas de aquellos que en lugar de facilitar el camino para conseguirlos,  ponen obstáculos y lo impiden desde su riqueza,  indiferencia,  poder  y/o  corrupción. Tenemos que hacerlo porque nos lo exige el Padre que parte el pan y quiere repartirlo para toda la humanidad, porque es toda la humanidad la que con su grito y su dolor cada día le dice: “Danos el pan nuestro de cada día”, ese pan  que, hoy yo, con esta imagen de recuerdo de mi infancia  al ver el  plato de cocido sobre mi mesa he traducido por: “ayúdanos a ganarnos los garbanzos de la vida y la familia”.