Voy en el autobús y la mujer que está sentada a mi lado no deja de hablar por el móvil, llega a hacerse pesado. Por las conversaciones que mantiene deduzco que es programadora de aplicaciones informáticas para la salud y en una de sus llamadas le comenta a un colega que hay que conocer muy bien al proveedor, el producto y a quién va dirigido pero, sobre todo, contactar a fondo con el proveedor. Esto me evoca una verdad, que cuanto menos frecuentamos nosotros a nuestro Proveedor menos aptos nos volvemos para atender los matices de los rostros. Escucharla me recuerda que estamos constantemente frente a pantallas: la del móvil, la del ordenador, la de la tele… Pantallas que nos abren posibilidades de una comunicación ilimitada pero que quizás nos dejan la mirada y el oído deficitarios para captar lo más cercano. Estas últimas semanas he andado con cierto malestar conmigo misma, debo correos, debo llamadas, debo interés, y me toma esa sensación de no llegar, de saturación, de olvidos que provocan que otras personas se resientan. Es como cuando está lleno un vaso y se derrama lo que sigues echando y, por unos instantes, quisiera volver a aquellos tiempos donde la comunicación era menos acelerada y menos virtual. Me hace bien reconocer que no estoy viviendo como quisiera, al menos me pone de rodillas. De repente, a alguien a quien quiero le sorprende una enfermedad grave y la vida se detiene, e intento recuperar el deseo de vivir intensamente junto a otros, cada día, como lo más sagrado que tenemos.
Leo un escrito de la periodista Ángeles Caso que me resuena adentro, ella dice: “Quiero toda la serenidad para sobrellevar el dolor y toda la alegría para disfrutar de lo bueno. Un instante de belleza a diario… No estar jamás de vuelta de nada. Seguir llorando cada vez que algo lo merezca, pero no quejarme de ninguna tontería. No convertirme nunca, nunca, en una mujer amargada, pase lo que pase”.
En este día de niebla y lluvia que contemplo al abrigo del autobús, quiero aprender que del mismo modo que este tiempo frío y gris es necesario para el ritmo de la naturaleza, y para su fecundidad, lo es también para el ritmo y la maduración de nuestras vidas. Y casi llegando a Madrid balbuceo algo que mi acompañante de asiento me ha provocado sin saberlo: “Mi bien amado Proveedor, sólo Tú puedes sanar mi desasosiego, sólo Tú ordenar mi distraído corazón”.