Llega septiembre. Tiempo de inicio de curso y normalidad. De vuelta al hogar, al grupo y la parroquia. Tiempo de familia y de orden; de horarios y ritmos. Tiempo normal en el que cabe la utopía, los sueños y, por supuesto, las sorpresas. Parece, sin embargo, que en este mundo nuestro hay poco lugar para la sorpresa, para reavivar la ilusión. Releo las palabras del Papa Francisco cuando dice que a un pobre es muy fácil darle una alegría pero a un rico es casi imposible. Y me viene a la memoria una historia de una religiosa en el Congo. Blanca, que así se llama, me contaba que eran tan pobres y tenían tan poco que dar a los niños que, un día, un señor les trajo un kilo de azúcar y entonces fue tal la sorpresa que toda la comunidad hizo una fiesta. Me pregunto si en muchas de nuestras casas dejaran un kilo de azúcar o de arroz o de harina ¿Qué haríamos? Y entonces empiezo a entender a Jesús cuando dice: “Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el Reino de los Cielos” (Mt 19, 23). O cuando afirma: “Si no cambiáis y no os hacéis como niños no entraréis en el reino de los cielos” (Mt 18, 3).
La dinámica del reino no admite componendas, negociaciones o justificaciones. No podemos atraer hacia nosotros las palabras de Jesús para que nos den la razón o confirmen lo que realizamos. Jesús viene a hacer todo nuevo y eso pide cambio, transformación valiente y sincera. No nos está permitido edulcorar el evangelio, estaríamos traicionando su mensaje y a tanta gente honesta que lo vive y lo celebra. Jesús nos llama a “nacer de nuevo” en Él y, ese nacimiento, supone ir troquelando nuestra vida desde su Espíritu, desde su fuerza. Este nuevo curso es tu vida y la mía que puede ser escrita -¿por qué no?- desde lo que Dios quiere y espera en cada uno de nosotros.