Del Dios frágil hasta la propia hendidura de la carne frágil.
No es un disfraz (como muchos quisieran). Es el hacer propio lo que se había hecho con amor. Pero el amor no llegaba: quiso amar en sí lo que había creado, milagro sublime de la debilidad de un Dios que ya no quiere se Todopoderoso como se contaba de Él. Que quiere ser carne vacilante, trémula, gozosa, dolorida, fiesta de los sentidos y limitación de los mismos. Alegría desbocada y belleza disfrutada a través de lo que nos fue regalado a todos por principio de amor. También la debilidad.
Amor más allá de lo racional frío, de los cálculos inmediatos, del dar porque quiero que me des. Locura desproporcionada de Belén, la más pequeña de todas la aldeas, insignificante. Y en esa insignificancia, el Dios que se revela insignificante también, perdido en medio de la historia, en unas coordenadas físico-temporales concretas, en la soledad del rechazo de los suyos (No hay sitio). El único signo que se nos regala es la normalidad anormal: un niño en pañales acostado en un pesebre. En un pesebre no se puede acostar a un niño, dicen muchos, no es salubre. No es salubre pero es el comienzo de una historia de amor bella, la más bella. Nuestra propia historia acogida desde dentro por el Dios de la carne, nuestra carne. Amor de los amores.
Feliz fragilidad