La fortaleza es la actitud, la disposición que nos mueve a buscar el bien, a pesar de los muchos obstáculos que parecen oponerse a esta búsqueda. La fortaleza es la resistencia que oponemos al mal, la capacidad de vencer las tentaciones que nos incitan a apartarnos del buen camino. Todos estamos sometidos a múltiples solicitaciones. No todas son buenas. Incluso las solicitaciones malas parece que tienen más capacidad de arrastre, porque prometen un placer fácil y rápido. En realidad, estas malas solicitaciones son engañosas, ocultan el mal del que son portadoras. Para resistirlas y mantenerse en el camino del bien hace falta hacerse “fuerza”, pero no una fuerza contra otros, sino una fuerza para sostenernos a nosotros en el bien.
La virtud de la fortaleza nos recuerda la situación ambigua de este mundo, en el que conviven juntos el bien y el mal. Esta situación está bien reflejada en la parábola del trigo y la cizaña, que crecen juntos. Según la parábola, el dueño del campo no permite a los suyos que arranquen la cizaña, no sea que se descuiden o se sobrepasen y arranquen también el trigo. ¿Sería posible esta otra lectura: el dueño del campo pretende dar tiempo a la cizaña para que se convierta en trigo bueno? El dueño del campo tiene mucha paciencia. La virtud de la fortaleza, en los cristianos, es también la virtud de la paciencia y de la confianza en que, a pesar de las apariencias, siempre es posible que el mal sea transformado. La fortaleza está muy vinculada a la paciencia. A veces, las cosas van lentas. La virtud de la fortaleza nos mantiene en pie a pesar de la lentitud de las transformaciones.
Ofrezco esta definición de la fortaleza: la disposición a hacer y buscar el bien contra viento y marea. Esta disposición está animada y sostenida por la esperanza de que el bien siempre es más fuerte que el mal, porque el bien, lo haga quién lo haga, procede, en última instancia, del Espíritu Santo.