En este segundo domingo de Pascua, con el sabor de la Vigilia en los labios, sale a nuestro encuentro Tomás. Ese incrédulo que busca pruebas groseras, ese que no se fía de la palabra de la comunidad, ese que en el fondo somos también nosotros.
El Resucitado rompe el miedo y el encerramiento de los discípulos y discípulas con la Paz regalada y lo hace por dos veces, como si una sola no bastase para conjurar a ese miedo tenaz. Y esas palabras son las que adelantan el regalo del Espíritu y aseguran una misión de reconciliación.
Pero Tomás no estaba y cuando llega no da crédito al relato de la comunidad y no cree lo que ve: la alegría y el gozo de unos hombres y mujeres que saben que el Amor de sus amores está entre los vivos y ya para siempre.
Y Tomás pide la prueba imposible y provocadora: violar las llagas de la violencia que para él son testimonio de veracidad. «Meter mi dedo, meter mi mano». Adentrarse en lo íntimo del dolor, de la entrega sin límites, del amor abierto y débil. Meter sus dudas en las heridas siempre abiertas de un Dios que pasó por la muerte y sale al encuentro de los vivos.
Y cuando Jesús le ofrece realizar ese tocar impositivo y caprichoso Tomás se da cuenta de la hondura del amor entregado, percibe la carne generosa en su carne exigente e incrédula y rompe, tembloroso, en una confesión sincera que atraviesa los siglos: «Señor mío y Dios mío».
Cinco palabras llenas de temor y de amor. Cinco palabras que han de venir a nuestra boca y corazón cuando no nos fiemos de la comunidad. Cinco palabras que restauran el amor que había sido despreciado por la desesperación y la incredulidad. Cinco palabras, nada más.
Gracias por compartir tu reflexión porque con ellas nos enriqueces. Gracias!!!