Hemos querido salvar la vida religiosa o consagrada sirviéndonos del exceso. El exceso institucional: nuestros institutos -aunque importantes- son porcioncitas dentro del conjunto de la humanidad y de la iglesia; no debemos excedernos en estructurarlos y gobernarlos como si fueran complejas empresas o incluso estados; tal vez la estructura jurídica que se nos exige sea excesiva y también las normas por las que nos regimos. El exceso produce cansancio, rebelión y paralización. Se desea una simplificación institucional, pero a veces para “sencillearnos” nos complicamos la vida con el exceso. El exceso litúrgico y espiritual: creeríamos que de ésto “¡nunca es demasiado!”: una liturgia interminable puede exasperar, una homilía o moniciones inadecuadas pueden desequilibrar y enrarecer una celebración, una oferta de espiritualidad demasiado minuciosa puede producir más rechazo que acogida, ser más carga que energía. El exceso de información y comunicación: el sistema es ya obeso: ¡cuántas horas no se pasan un ordenador preparando informes, comunicaciones, documentos, actas, programas! ¡A cuántas personas no se les convierte el móvil o el ordenador en prótesis sin la cual no pueden ya vivir! El exceso de trabajo o de ocio: de quien llena su agenda de compromisos individualmente asumidos, o de vacíos para el descanso y ocio parasitario, que impiden su formación personal, su integración comunitaria, su disponibilidad para compartir la misión.
Estamos pasando todos (sociedad, iglesia, vida consagrada) por la crisis del exceso. Necesitamos ayuno. Hoy lo llaman “recortes”, “re-estructuración”, “descongelación”. Se nos piden sacrificios, austeridad, solidaridad. Lo necesitamos para liberarnos de nuestra obesidad adquirida: mesura, equilibrio, densificación, dietas de adelgazamiento. ¡Pongamos freno a tanta exageración! ¡Desactivemos los siete pecados capitales! Volvamos al Paraíso, al Edén de la inocencia, allí donde todo se vuelve sencillo y descomplicado. “El ayuno que Dios quiere es otro”, nos decía el profeta.