Examinadlo todo y quedaos con lo bueno (1 Tes 5, 20). La comunidad que discierne

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Las prisas y el ritmo de vida que llevamos, tanta veces frenético, no nos permite fácilmente mirar en profundidad la realidad que acontece. Y sin embargo, experimentamos la necesidad de cultivar una actitud de discernimiento espiritual que nos permita, en la vida cotidiana, escrutar la voluntad de Dios y tratar de responder con fidelidad a sus inspiraciones.
Cultivar el discernimiento es una responsabilidad vital para cualquier creyente y lo es, sin duda, para los consagrados. Hemos caminado mucho en la sensibilidad hacia el proyecto común, hacia la vida y la misión compartidas pero sentimos todavía no poca dificultad para aunar las voluntades en el querer común buscando juntos el querer de Dios. Estas líneas pretenden ayudar a las comunidades de religiosos y religiosas a cultivar una disposición al discernimiento, a la búsqueda compartida, a la reflexión y la iluminación de nuestro vivir conforme al proyecto de Dios. Puede ser una herramienta sencilla para el encuentro comunitario que facilite la oración, la reflexión y el diálogo en el camino espiritual de descubrimiento y acogida del proyecto de Dios sobre nosotros. Metodológicamente, propongo cuatro pasos.
Atentos a la palabra y abiertos al espíritu
Los consagrados y consagradas somos creyentes que tratamos de vivir la experiencia de la fe desde la escucha de Dios que toma la iniciativa interpelando nuestra vida y en la respuesta de adhesión vital a cuanto quiere de nosotros. Llamada y respuesta son los cauces por los que transcurre nuestra existencia. Por eso es tan importante que cada uno de nosotros, personal e intransferiblemente, despabile el oído, abra sus ojos y escrute su corazón para acoger el querer de Dios y escoger decir “si” a su propuesta. Es la actitud del orante en el Salmo 138:
Señor, tú me sondeas y me conoces; me conoces cuando me siento o me levanto, de lejos penetras mis pensamientos; distingues mi camino y mi descanso, todas mis sendas te son familiares. No ha llegado la palabra a mi lengua, y ya, Señor, te la sabes toda. Me estrechas detrás y delante, me cubres con tu palma (…) Señor, sondéame y conoce mi corazón, ponme a prueba y conoce mis sentimientos, mira si mi camino se desvía, guíame por el camino eterno.
La comunidad de consagrados ha de vivir también desde esta apertura y disponibilidad al proyecto de Dios. Será decisivo, por un lado, la sensibilidad y la profundidad con la que cada hermano o hermana vive su proyecto personal, la apertura con la que se sitúa ante los demás y la capacidad de vivir en clave oblativa la propia existencia. Por otro, la plegaria compartida y la escucha en común de la Palabra serán elementos indispensables para el discernimiento. Como auténticos creyentes, nuestro punto de partida es siempre Jesucristo el Señor, la Palabra de Dios viviente, ante quien nos situamos con verdadera actitud de discípulos invitados a seguirle más de cerca y a vivir según el corazón del Padre.
La llamada de Dios
Preguntarse cuál es la llamada de Dios, sean cuales sean las circunstancias que se vivan, es crucial para el creyente. La Palabra de Dios, lámpara para nuestros pasos, ilumina siempre la realidad que vivimos. Desde ella tratamos de leer cuanto acontece escrutando los signos que nos hablan hoy de la presencia de Dios y de su proyecto salvador para todos sus hijos. Por eso, la lectio divina, como praxis comunitaria se convierte para nosotros en una metodología creyente que iluminará el camino y abrirá nuevos senderos para concretar las opciones.
Pero hay también otros lugares. Junto a la Palabra, otros elementos pueden ayudarnos a percibir más claramente qué quiere Dios de nosotros en este momento preciso de nuestra historia. De modo particular, hemos de hacer referencia a los elementos carismáticos y a la realidad que vivimos a nuestro alrededor. A través de ellos, también nos habla Dios.
Los reclamos que nos llegan desde los aspectos más carismáticos de cada instituto como pueden ser la regla, las reflexiones capitulares o el magisterio congregacional constituyen un bagaje relevante que puede ayudar a situarnos mejor ante el querer de Dios. Hacer memoria de nuestro itinerario fundacional o revisitar los momentos cualificados de nuestra historia congregacional reciente es para nosotros un ejercicio de discernimiento que debe ayudarnos a escuchar cuanto Dios nos ha dicho a través de su Espíritu cuando ha tomado la iniciativa en la fundación y el acompañamiento de nuestras congregaciones. ¿Hacia dónde camina nuestro instituto? ¿Qué nos está indicando Dios en este momento de nuestra historia como congregación?
De igual modo, hemos de escrutar los signos de los tiempos a nuestro alrededor: la realidad humana que vivimos, la situación de nuestros hermanos, las experiencias eclesiales, los gritos de los jóvenes, el desafío de la cultura, los retos de la evangelización. Los consagrados somos como los sensores de la historia que saben detectar las huellas de Dios ocultas en la nieve. A través de todos estos lugares teológicos se media también la palabra que Dios nos dirige. Como nos recordó el Concilio Vaticano II, “corresponde a la Iglesia el deber permanente de escrutar a fondo los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio para responder a los perennes interrogantes de los hombres sobre el sentido de la vida presente y futura” (GS 4).
Ante nuestra propia realidad
«El Señor dijo a Elías: –sal y ponte de pie en el monte ante el Señor. ¡El Señor va a pasar!–» (1Re 19, 11).
La experiencia de Elías ilumina nuestra propia experiencia. Porque finalmente, también a nosotros el camino nos sobrepasa. No nos bastan nuestras fuerzas. Ni son suficientes nuestros subterfugios ni nuestras escapadas hacia adelante. No podemos seguir pensando que vale la pena mantener estructuras y pelear por la supervivencia cotidiana. No nos vale ya la autocomplacencia ni nos convencen los voluntarismos. No nos sirven los discursos grandilocuentes ni el recurso al pasado glorioso. Ni siquiera nos mantiene la buena voluntad de querer seguir adelante a toda costa confiando en nuestras fuerzas y en nuestros cálculos. Son otros dioses, hechura de manos humanas. Dios no está en el huracán, ni en el terremoto, ni el fuego. Hemos de saber percibir su presencia en medio del desconcierto, de la huida, del estruendo de los profetas de calamidades.
Que Dios pasa siempre, es una certeza en nuestra historia salvadora. Aun cuando huimos llenos de miedo o experimentamos la oscuridad de la noche, Dios habla y su palabra cumple lo que promete. Se trata de mirar con espíritu crítico nuestra realidad, dejar de huir de nosotros mismos y escuchar a Dios que susurra en la brisa.
Fruto de la búsqueda y de la experiencia hemos de mirar la realidad para percibir los claroscuros en los que se desenvuelve nuestra vida. Los aspectos positivos y los más problemáticos se entrelazan en nuestro vivir cotidiano configurando nuestra existencia y dándole diferentes tonalidades a veces en tonos de grises.
Ante esta realidad hemos de dejar que la palabra evangélica, los elementos carismáticos y la urgencia de la misión nos interpelen, nos orienten o nos confirmen en nuestro caminar. Puede que haya que desandar algún tramo ya recorrido o prospectar nuevas sendas. Quizás sea necesario darles un vuelco a nuestros criterios o formas de vivir. Quién sabe si tendremos que rehacer propuestas o reinventarnos. Lo cierto es que, lo sabemos, sólo en Dios experimentamos que la fuerza de su Espíritu “hace nuevas todas las cosas” (Ap 21, 5).
Esta actitud de conversión se hace necesaria para que, con humildad, podamos activar procesos de renovación personal y comunitaria. El contraste valiente entre el horizonte de la llamada de Dios y nuestra mediocridad nos pone ante la alternativa de escoger cómo queremos vivir en adelante. Nunca llegamos a ninguna parte. Estamos siempre en camino y el Señor nos pide seguir avanzando sin acostumbrarnos a la mediocridad.
Los desafíos a afrontar
Mirar hacia a atrás anhelando viejas maneras nos convierte en estatuas de sal. El inmovilismo nos aleja de Jesús que nos desinstala y nos invita siempre a pasar al otro lado. Se trata, pues, de descubrir los lugares hacia los que el Espíritu quiere conducirnos en el tiempo presente y de explorar futuros alternativos.
Hace falta audacia y confianza. Todo discernimiento quiere ser el inicio de algo nuevo. Tal vez la posibilidad de impulsar juntos una manera diferente de vivir nuestra consagración. Quizás el empuje que andábamos buscando para romper las inercias que frenan nuestra vida espiritual. Puede que el descubrimiento de una nueva tonalidad cromática en nuestra vida de consagración que nos arranque del sopor en el que a veces nos instalamos.
La actitud de discernimiento puede generar en nosotros dinámicas nuevas en nuestro modo de vivir, abrir nuevos cauces por los que el río de nuestra vida pueda transcurrir buscando la inmensidad del mar, buscando a Dios como único absoluto de nuestra vida. Por todo esto habrá valido la pena ponernos en marcha.
Discernir es una actitud vital en la vida del creyente, en la vida de toda comunidad de discípulos, para “buscar y hallar la voluntad de Dios”, decía Ignacio de Loyola. El discernimiento es, pues, la expresión de una decisión a la luz de la fe. Nuestras comunidades de consagrados y consagradas han de encontrar en esta metodología caminos renovadores que nos ayuden a vivir más fielmente el seguimiento radical de quien nos ha llamado para estar con Él y anunciar a todos la buena noticia liberadora del Reino.