Se cayó el maquillaje de esos estereotipos con los que disfrazábamos nuestros egos, siempre pretenciosos de querer aparentar; y dejó al descubierto, una vez más, esa bendita pertenencia común de la que no podemos ni queremos evadirnos; esa pertenencia de hermanos1.
Codiciosos de ganancias, nos hemos dejado absorber por lo material y trastornar por la prisa. No nos hemos detenido ante las llamadas de Dios, no nos hemos despertado ante guerras e injusticias del mundo, no hemos escuchado el grito de los pobres y de nuestro planeta gravemente enfermo. Hemos continuado imperturbables, pensando en mantenernos siempre sanos en un mundo enfermo.
Es el tiempo para elegir entre lo que cuenta verdaderamente y lo que pasa, para separar lo que es necesario de lo que no lo es. Es el tiempo de restablecer el rumbo de la vida hacia el Señor y hacia los demás. Frente al sufrimiento, donde se mide el verdadero desarrollo de nuestros pueblos, descubrimos y experimentamos la oración sacerdotal de Jesús: “Que todos sean uno” (Jn 17,21).
Y en estas horas de sufrimiento que vivimos, cuántos han reaccionado dando la propia vida. Es la fuerza operante del Espíritu derramada, y plasmada en valientes, y generosas entregas de gentes normales y corrientes, aunque ellas quizás no lo saben. Esta es la vida del Espíritu que en este retiro queremos avivar en nosotros.
Para ello meditemos en torno a dos preguntas: ¿Quién es el Espíritu Santo para mí? y ¿Qué velas he de desplegar para que el viento de Dios empuje mi barca?
¿Quién es el Espíritu Santo para mí?
En esta primera cuestión, la respuesta ha de ser personal, pero nos puede ayudar el cardenal Martini, que respondió sabiamente diciendo: “Es la fuerza de Cristo en nosotros… Es una fuerza orientadora, constructiva, de novedad creativa y de consolación”2.
Es una fuerza orientadora, porque nos hace descubrir las huellas del plan amoroso de Dios en todas nuestras cosas y acontecimientos.
Es una fuerza constructiva, porque despliega –en la vida cotidiana de la comunidad– unos frutos (Gal 5,22-23), que nos permiten reconocer la presencia del Espíritu de Cristo vivo entre nosotros, construyendo la comunidad con delicadeza. Tenemos el riesgo de hacer muchas cosas buenas, de cansarnos mucho, pero sin una verdadera fecundidad. Recordemos el salmo: “Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles” (Sal 127,1) El fundamento de nuestra vida no es lo que hacemos, sino lo que Dios hace en nosotros.
Es también una fuerza de novedad creativa, porque –así como el agua de manantial se renueva continuamente–, de igual modo nos muestra siempre las soluciones más sencillas para las situaciones más complicadas.
Y finalmente es una fuerza de consolación, porque nos anima a abrazar todas las contrariedades del tiempo presente, abandonando por un instante nuestro afán de omnipotencia y posesión, para darle espacio a la creatividad que solo el Espíritu es capaz de suscitar. Nos ofrece consuelo y paz, y nos sostiene para que no desfallezcamos en las pruebas, sino que las vivamos como medios de maduración en su relación con Dios.
De este Espíritu Santo ya habló el profeta Isaías, veamos qué realiza el Espíritu del Señor:
“Brotará un renuevo del tronco de Jesé, y de su raíz florecerá un vástago. Sobre él se posará el espíritu del Señor: espíritu de sabiduría y entendimiento, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y temor del Señor. Lo inspirará el temor del Señor. No juzgará por apariencias ni sentenciará de oídas; juzgará a los pobres con justicia, sentenciará con rectitud a los sencillos de la tierra; pero golpeará al violento con la vara de su boca, y con el soplo de sus labios hará morir al malvado. La justicia será ceñidor de su cintura, y la lealtad, cinturón de sus caderas. Habitará el lobo con el cordero, el leopardo se tumbará con el cabrito, el ternero y el león pacerán juntos: un muchacho será su pastor. La vaca pastará con el oso, sus crías se tumbarán juntas; el león como el buey, comerá paja. El niño de pecho retoza junto al escondrijo de la serpiente, y el recién destetado extiende la mano hacia la madriguera del áspid. Nadie causará daño ni estrago por todo mi monte santo: porque está lleno el país del conocimiento del Señor, como las aguas colman el mar” (Is 11,1-9).
Este es uno de los oráculos de consolación de Isaías, que encierra la promesa de un mundo nuevo. Dios nos consuela mostrándonos el sueño que quiere realizar. Un sueño que empieza por lo pequeño, nunca el Espíritu de Dios se posa sobre los despliegues de prepotencia ruidosa, sino sobre el silencio de un pequeñísimo germen, un brote que casi nadie ve, pero que tiene dentro la vida para hacer germinar toda tierra labrada por el viento de Dios.
El camino de la pequeñez
Nos puede sorprender que el profeta hable de cosas pequeñas al tratar del Espíritu, ¿hay algo más pequeño que un brote en un tronco?, en muchas ocasiones ni se percibe de diminuto que es. Los grandes de este mundo se presentan poderosos, pensemos en la tentación de Jesús en el desierto, en que Satanás se presenta poderoso, dueño de todo el mundo: “Yo te lo doy todo, si tú…”. En cambio, las cosas de Dios comienzan brotando a partir de una semilla callada que muere, pequeñas cosas. Jesús también habla de esta pequeñez en el Evangelio, recordemos la semilla de mostaza para mostrarnos el Reino de Dios3. Una comunidad cristiana donde los miembros no toman el camino de la pequeñez se derrumba, porque no está cimentada sobre la roca de la pequeñez.
Preguntemos a nuestro corazón: ¿Hay alguna pequeñez que yo pueda exponer hoy al Espíritu de Dios para que se pose? ¿Me presento como un “poderoso entendido” que está de vuelta de todo? ¿Me arrodillo ante Dios y la historia de hoy para orar, como expresión de mi pequeñez? ¿Dejo “hacer a Dios” en nosotros como comunidad?
No obstante, esta pequeñez no es inferioridad o complejo, es grandeza de Dios, porque supone el coraje de arriesgarse y dejar las riendas de la historia a Dios. La pequeñez evangélica conduce a la magnanimidad, porque empuja a ir más allá de nosotros mismos, conscientes de que la grandeza la otorga Dios. ¿Y qué cosas grandes son estas que Dios hace? Pues ya lo hemos leído: “No juzgará por apariencias ni sentenciará de oídas; juzgará a los pobres con justicia, sentenciará con rectitud a los sencillos de la tierra; pero golpeará al violento con la vara de su boca, y…”. ¡Ojalá dejemos hacer esto al Espíritu de Dios en nosotros!
Todo esto es gracia, y muy grande, pero hay maneras de vivir que nos abren al trabajo de la gracia en nosotros. Si nuestra vida es una barca en el mar de la historia, hemos de desplegar las velas de nuestras actitudes vitales, para que cuando sople el viento del Espíritu avancemos a su ritmo. Si nuestras velas están plegadas sobre nosotros mismos, cerramos la puerta al soplo de Dios.
Veamos brevemente siete sencillas actitudes que hemos de practicar asiduamente para abrirnos al Espíritu Santo.
Las velas desplegadas al viento de Dios
Fidelidad a la oración
Si queremos recibir el Espíritu Santo, lo hemos de pedir en la oración. “Todo el que pide recibe, quien busca encuentra y al que llama se le abre” (Mt 7,8). Estas palabras de Jesús son verdad. Cuando estemos ante las dificultades no perdamos el ánimo, no nos inquietemos, pidamos la gracia del Señor. Pero tiene que ser una oración que nos habite, pidamos con fidelidad y perseverancia, y Dios nos escucha porque es Padre, nunca un padre da una piedra al pequeño que le pide pan. Él escucha mi vida. Acojamos esta presencia gratuita de Dios “escuchador”, ya que normalmente estamos ausentes a su compañía en nuestro caminar.
Confianza
La confianza es la segunda vela a desplegar para recibir el Espíritu Santo. Hay momentos en los que es difícil confiar, situaciones en las que no se ve solución rápida, ni salida, pero si en vez de dudar, confío a mi Padre lo que no sé solucionar, se nos abre la puerta a la gracia del Señor, y su Espíritu nos ayuda a resolver lo que traemos entre manos. Claro que para esto necesitamos una gran humildad.
Humildad
“Dios da su gracia a los humildes” (1Pe 5,5) Esta verdad es un apoyo firme para todos los que necesitamos de la gracia de Dios. Entre los muchos significados de la humildad, me quedo con el de san Benito: vivir bajo la mirada de Dios (RB 7), a la sombra de sus ojos que acogen y apoyan, sin maltratar límites. Las demás miradas dejan entonces de tener peso, y se cosecha como fruto la alegría de hacer el bien sin más recompensa que vivir en la presencia amorosa de Dios.
El gran defecto, que hace huir al Espíritu Santo, es la soberbia solapada, que bajo apariencia de servicio, pretende dominar a los demás, a las situaciones, para que los demás vean mi despliegue de actividades y me valoren. Esta altanería lleva a estar por encima de los demás, que –a los ojos soberbios– nunca dan la talla. Este orgullo tiene como fruto el desprecio a los demás, y no despliega las velas de la barquilla en que navego, sino que genera desencanto y amargura. El humilde, según el molde del Evangelio, reconoce al otro, sana heridas, construye puentes, estrecha lazos y ayuda a llevar las cargas de los demás. Y esto porque tiene un corazón lleno de docilidad.
Obediencia
La cuarta vela es la obediencia. Tal como dice la Escritura: “Dios da su Espíritu a los que le obedecen” (Hch 5,32). Obedece el que, al escuchar la Palabra de Dios en la vida, y en los acontecimientos, vive la experiencia de que otro le ciñe, y le lleva por donde no quería: la enfermedad, la descalificación de los demás, por ejemplo… Esta senda no la elegimos, pero si se acepta en diálogo con el Señor, se convierte en canal del Espíritu de Dios que se hace presente, fortalece, consuela, y conduce a vivir ese momento negativo como un bien inestimable para la persona. Esta docilidad solo es posible, para nuestras voluntades rebeldes, si nos entregamos a la oración continua y huimos de toda palabrería.
En este sentido, es iluminadora la carta a los Corintios de san Clemente de Roma, en la que nos exhorta: “Revistámonos de concordia, manteniéndonos en la humildad, apartándonos de toda murmuración y de toda crítica, manifestando nuestra justicia, más por medio de nuestras obras, que con nuestras palabras. Porque está escrito: ¿Va a quedar sin respuesta tal palabrería? ¿Va a tener razón el charlatán?… “No seas excesivo en tus palabras”4. Sí, callar, orar y amar obedeciendo, son velas potentes desplegadas ante Dios. Y para ello, un paso importante: “estar aquí y ahora” con todo el ser.
Vivir el momento presente
A veces, con los miedos al futuro, perdemos la atención al presente, y cerramos una vela importante, donde sopla el viento de Dios con fuerza. Elegir cada día estar atentos al paso de Dios hoy, sin inquietarnos por nada, es una forma de dejar que nuestra vida la conduzca Él. No nos resulta fácil, porque normalmente queremos tener todo asegurado y programado, para no tener imprevistos que nos descoloquen. Pero al Espíritu Santo le gusta la sorpresa, la lógica de lo no esperado, la capacidad de asombro, la intensidad de la alegría por lo encontrado hoy, que ayer habíamos perdido, la fiesta de la vida recuperada… De hecho, lo que Él realiza es sorprendente: ¡El lobo vivirá con el cordero… el león como el buey comerá paja…nadie causará daño en mi monte santo…! Esto es inaudito. ¿Cómo será posible en nuestras frágiles comunidades?
Hay un pequeño pasito que podemos dar para permitir actuar a Dios: el desprendimiento del corazón.
Libertad interior o desprendimiento
Estamos muy atados a nuestros quehaceres, muy apegados a nuestras actividades, nuestros roles, proyectos, criterios… y no hay lugar para el soplo de Dios. Si permanecemos desprendidos de nuestros planes, el Espíritu Santo nos puede guiar. Y aunque nos tuerza Dios el proyecto que habíamos pensado, si lo aceptamos prende en nosotros el Espíritu Santo.
Por el contrario, si nos enfadamos mucho cuando las cosas no salen como queríamos, es señal de nuestra poca libertad interior. Renunciar a la propia voluntad, tan presente en san Benito, es el gran despliegue de las velas de la barca en que estamos metidos, y es la gran asignatura pendiente en nuestras comunidades.
La gratitud
Por último no olvidemos que Dios tiene un corazón, que se conmueve cuando alguien le da gracias a diario y con sencillez. Esto parece una inutilidad, pero cada vez que damos gracias a Dios nos volvemos a Él, es como si nuestras velas girasen hacia Dios, y entonces podemos recibir su brisa suave, para avanzar por el mar de la vida. Por el contrario, la queja y el descontento de nuestras vidas nos hace girarnos hacia nosotros mismos, nos cierra al viento de Dios, no lo podemos recibir, al contrario lo despedimos.
Realmente todas estas actitudes las vive María, por eso estuvo abierta a la acción del Espíritu Santo. Confiemos a María nuestro deseo de vivir esta gran riqueza del soplo de Dios, ella nos guiará y nos acompañará. Y Dios hará cosas grandes en nuestras historias, más bellas y grandes de las que podamos soñar. Este soñar es una forma de confiar en Dios. Nuestros sueños agradan a Dios, le muestran nuestro anhelo de que Él actúe. ¡Soñemos en este Pentecostés! Y Dios enviará su Espíritu Santo, que se posará sobre cada comunidad y le concederá un corazón nuevo y un espíritu nuevo.
Sugerencias.
Pautas para la reflexión personal y comunitaria
- Lee de forma pausada y orante Is 11,1-9.
- Déjate golpear por las preguntas que a lo largo de esta reflexión aparecen.
- Al finalizar el día reserva una hora para el diálogo comunitario. En un compartir libre y enriquecedor, a modo de collatio, comunica lo que te ha servido y ayudado en este retiro de lo escuchado, leído y orado.
1 Cf. Papa Francisco, Meditación en la oración por la pandemia, (29 de Marzo de 2020).
2 Cf. C. M. Martini, Los ejercicios ignacianos a la luz del Evangelio de Juan, Editorial Sal Terrae, Colección “El pozo de Siquem” 327, Maliaño (Cantabria) 2014, 163-168.
3 Cf. Papa Francisco, Homilía diaria en Santa Marta, (Roma 3 de Diciembre de 2019).
4 Cf. San Clemente de Roma, Carta a los Corintios, Leccionario Bienal Bíblico-Patrístico de la Liturgia de las Horas, tomo III, Ediciones Monte Casino, Zamora 1984, 211.