Cuando Santiago y Juan se acercan a Jesús para reclamarle los puestos de honor en la «gloria», él les habla de bautismo y de cáliz obligados desde la libertad de la entrega y añade: «… no me toca a mí concederlos; están ya reservados»
Una reserva del Padre a sus preferidos, que los tiene, a aquellos que en su juicio son su propio Hijo: hambrientos, desnudos, encarcelados, enfermos, emigrantes…
Y después de aclararles esta premisa a los hijos del Zebedeo y tras recibir las quejas, indignación, de los demás por sus puestos de honor les aclara lo fundamental: jefes de los pueblos que tiranizan y oprimen (tantas veces hoy también y no solo por sistemas políticos sino también económicos que están tan unidos).
Y después deja brotar de sus labio ese casi imposible evangélico: el que quiera ser primero que sea esclavo y servidor. Y los ojos se nos abren como platos y la boca balbucea incredulidad. Porque seguimos buscando esos puestos de honor bajo apariencia piadosa o de desentrañar la voluntad de Dios. Gloria de exclusión y casi nunca confesada, pero que quiere aferrarse a los puestos que no nos corresponden porque ya están reservados a esos sencillos y niños renacidos que son los propietarios de este Reino aquí y en el allá entretejido de presente.
Tanto nos queda por aprender, tanto por renacer, para formar parte de esa herencia de bienaventuranza.
Y mientras tanto nos gastamos trepando a puestos que no nos corresponden haciendo gala de filacterias y mantos que no dejan de ser formas de superioridad, lana que esconde pieles de lobos.