Parece que este pasaje de las tentaciones lo interpretamos, normalmente, en sentido negativo. Pero el texto es el que nos dice que Jesús es conducido a ese lugar de soledad por el Espíritu y que él mismo es quien se deja tentar.
No es una prueba o un sentirse por encima de los demás, incluso del mal, sino una constante que en su vida va a aparecer siempre. Y en nuestras vidas.
La gran tentación de prescindir del Padre, de pedir la herencia y sentirse protagonista de un despilfarro de la gracia. Sentirse uno mismo sin relación a los demás, labrarse su futuro sin ser hijo, siendo dueño y señor de una soledad sin referencias.
La segunda tentación del poder, del poseer todos los reinos, todas las gentes, de hacer de todo objeto de consumo y de apuesta mercantil. Todo lo que ves puede ser tuyo… Y en primer lugar las personas.
Y la tercera tentación la del abuso de la omnipotencia, de la caricatura de un Dios a nuestra conveniencia. La del dominio de las conciencias, la del aparecer ante los demás como llenos de Dios cuando, a lo mejor, solo sentimos la soledad. Ese aparentar conocer lo que Dios quiere de la vida de los demás (en la mía mando yo) o de lo que el Señor nos pide, sin ponerse en clave de discernimiento, o de afirmar una autoridad que solo proviene de las disquisiciones y convicciones de los seres humanos.
Tantas tentaciones en la vida de Jesús y en las nuestras. Pero es el Espíritu quien nos alienta, quien nos vuelve a dibujar cada vez el rostro de un Padre que nos acoge con un abrazo devolviéndonos la dignidad de hijos con el anillo y con la fiesta. Capacidad infinita de abrirnos la puerta de nuestra casa aunque nosotros la despreciemos.
Encuentro con el Espíritu en este tiempo, disfrutemos.