ESPACIOS DE ORACIÓN EN EL CORAZÓN DE LA CIUDAD

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Dentro del desierto urbano quieren crear un oasis de paz, oración, acogida y acompañamiento

(Carmen Herrero,Monja de las fraternidades de Jerusalén. Francia).Estamos acostumbrados a que los lugares, llamados de oración, estén alejados de la ciudad. Basta una mirada para ver dónde están los monasterios y las casas de oración o de espiritualidad. En general, en espacios silenciosos donde se puede gozar de la belleza y del silencio de la naturaleza. Estos lugares son maravillosos para retirarse unos días, necesarios y muy aconsejables. Ahora bien, la Iglesia, ¿qué “oferta” pastoral propone para tantas y tantas personas a las que no les es posible acceder a estos lugares silenciosos y retirados de las urbes?

El Concilio Vaticano II nos recuerda que la dignidad suprema del ser humano es su vocación al diálogo con Dios (cf. GS 19). Si de alguna manera pudiésemos definir la oración, tendríamos que decir que es la comunicación, el diálogo, entre Dios y su criatura. Santa Teresa, maestra de oración, dice: “La oración es un trato de amistad, estando muchas veces a solas con aquel que sabemos nos ama”1. Para favorecer este diálogo apremia crear espacios de oración en el corazón de la ciudad. Lugares abiertos y acogedores que favorezcan este encuentro y diálogo con el Señor, lugares de contemplación, de alabanza y de adoración, fácilmente accesibles a todos. Es verdad que este diálogo con Dios lo podemos vivir en todo tiempo y en todo lugar; pero estos espacios orantes pueden ser una ayuda y además son testigos de una presencia comunitaria. Esto es muy importante, ya que la fe no hemos de vivirla como algo privado, en solitario, sino en comunidad. Decía el obispo de Lisieux, Père Guy Rocher, carmelita: “La comunidad es la que tiene la capacidad de convocatoria”. Y podemos añadir: y también de evangelización.

Nuestra sociedad materialista, descristianizada y desorientada, está en búsqueda, con necesidad de encontrar testigos que le transmitan la verdad, el bien y la belleza de la vida, de Dios. El mundo actual necesita el testimonio de hombres y mujeres que hagan visible la relación con Dios, la vida de oración; de personas orantes en el corazón de la ciudad, bien sea a través de la celebración litúrgica, la oración silenciosa o la adoración. ¡Qué de gracias para una ciudad el que haya lugares de adoración continua! Simplemente porque Él es y está presente en el Sacramento de la Eucaristía. La adoración silenciosa es el don gratuito que el hombre ofrece a Dios. “Dios tiene tiempo para el hombre, la sola respuesta digna del hombre, es de dar tiempo para Dios” (Karl Barth).

Orar es aprender a vivir de otra manera

Ninguno de nosotros sabe orar; pero “El Espíritu viene en ayuda a nuestra debilidad, pues nosotros no sabemos orar como conviene; pero el Espíritu mismo intercede por nosotros” (Rm 8,26). Los discípulos al ver orar a Jesús quedaron cautivados de su actitud, y en un deseo espontáneo y profundo, le piden que les enseñe a orar: “Maestro, enséñanos a orar. Él les dijo, cuando oréis decid: Padre, santificado” (Lc 11,1ss). Es decir, les enseñó el Padrenuestro, la oración cristiana por excelencia. Y Jesús nos la sigue enseñando a cada uno de nosotros, en lo profundo del corazón cuando, como los discípulos, le decimos: “Maestro, enséñame a orar”, y escuchamos con atención lo que Él nos dice.

También debemos pedir a Jesús que nos enseñe a orar en la ciudad, con la ciudad y por la ciudad. La ciudad es la imagen más bella y real de Dios, donde al final de los tiempos se revelará la gloria de Dios (cf. Apc 21,3). “En la ciudad habita la gloria de Dios” (Zac 12,8). Con frecuencia pensamos que la ciudad distrae de la oración, que es difícil orar en la ciudad, sin embargo, “se puede llevar en uno mismo el mundo entero viviendo en soledad y se puede vivir a solas con Dios metido todos los días en medio de la ciudad” (Pierre-Marie Delfieux).

El cardenal Marty decía en el año 1973: “Sabéis que desde hace algunos meses, tengo una idea: la de crear en París monasterios del año 2000. Yo entiendo por esto, contemplativos en la ciudad. Nos hace falta inventar una contemplación acorde con el ritmo urbano. Estoy profundamente convencido de su urgencia”.

Hay quienes piensan que es difícil armonizar la contemplación y la vida. “Me parece con frecuencia que es difícil coordinar la vida y la oración”, escribe Bloom. A esta idea queremos añadir el pensamiento de Pierre-Marie Delfieux: “Esto es un error, un error absoluto. Ello viene de la falsa idea que tenemos tanto de la vida, como de la oración: pensamos que la vida consiste en agitarse y que la oración consiste en retirarse a alguna parte y olvidar totalmente a nuestro prójimo y a nuestra situación humana. Esto es falso, es una calumnia contra la vida y una calumnia contra la oración misma”2. Y santa Isabel de la Trinidad, una gran mística de nuestro tiempo, enseña al orante a unificar vida y oración; porque la oración no es un ejercicio aislado de la vida, ni un método; sino una actitud del corazón hecha de comunión con Dios. “Se le encuentra lo mismo en la colada que en la oración. Él está en todas partes, se le vive y se le respira”3.

Sí que hemos de aceptar que la ciudad es ruidosa, que en ella habita el bien y el mal y que se necesita cierta ascesis y voluntad para no dejar que entre en nuestro interior todo aquello que nos distrae de lo esencial. La ciudad nos ofrece un marco diferente para la contemplación que el que nos ofrece la naturaleza, el desierto y los grandes monasterios. Pero no podemos dejar de ser hijos de nuestro tiempo industrializado y ruidoso, por lo tanto, debemos aprender a orar en la ciudad, pero ante todo, en la “ciudad de nuestro propio corazón”. Es ahí donde tenemos que encontrar la calma, la unidad interior, el silencio, la paz y la armonía para poder orar en el medio del bullicio de la ciudad; en ese abismo infinito del que nada ni nadie puede sacarnos, porque estamos arraigados en el centro de la Ciudad-Dios. Dice santa Teresa: “El verdadero amante en toda parte ama y siempre se acuerda del amado. Recia cosa sería que solo en los rincones se pudiese traer oración, cuando la oración es un trato de amistad posible en todo lugar”4. Este trato de amistad, si cada uno lo desea, nada ni nadie se lo puede impedir; porque no depende del lugar sino de la disposición del corazón.

Crear espacios de oración es crear también espacios de amistad, para el diálogo amoroso entre Dios y la persona; para dejarme amar por Él y mostrarle todo mi amor. Esta relación es diferente y única para cada persona. A unas les ayudará más la oración silenciosa, a otras la adoración o la oración litúrgica. Lo más importante es el encuentro personal con Dios y con uno mismo, pues de este encuentro dependerá la orientación de tu vida, su fecundidad y tu propia felicidad. Y esta amistad no se queda solamente en Dios y yo sino que se prolonga en los hermanos y en el cosmos, pues la oración es camino de comunión.

La oración es el encuentro con el Otro, la comunicación amorosa con Dios-Trinidad. Esta relación de amor no parte de la creatura a su Creador, sino de Dios mismo, ya que es Él quien invita a su creatura a esta relación de amistad filial. “Todas mis delicias están con los hijos de los hombres”

(Pr 8,31). El cristiano por el bautismo queda marcado, sellado por la presencia trinitaria. Por tanto, no es un ser solitario sino un ser habitado. ¡Cuántas soledades, vacíos y depresiones desaparecerían si llegásemos a comprender y vivir la presencia Trinitaria que nos habita! Ontológicamente somos seres de relación, orantes, capacitados para el encuentro, para la relación. Hoy, más que nunca, el hombre, la mujer, buscan sus propias raíces, su identidad; sin saber que esta identidad les viene de su Creador, “Creó Dios al ser humano a imagen suya, a su semejanza Dios creó al género humano” (Gn 1,27). Nuestra identidad propia se halla en Dios, “porque en Él vivimos, nos movemos y existimos” (Hch 17,2).

En nuestros días, un poco a tientas, se da una búsqueda de lo espiritual, del silencio y de la soledad; tal vez provocado por el mismo ambiente en el que vivimos: tan ruidoso, individualista y materialista que deja vacío y da cierto vértigo al no saber muy bien adonde nos conduce. Esta búsqueda explica cómo el ser humano está llamado a vivir en la interioridad y no en la “periferia” de la vida que le dispersa y no le permite entrar dentro de sí ni vivir en armonía consigo mismo, con sus semejantes y con la creación. La creatura no puede saciarse solamente con lo material, ella está llamada a vivir en otra dimensión más alta y más profunda porque en ella existe esta impronta de lo divino, aunque no lo reconozca. Y cuando esta realidad no se vive se establece un gran desequilibrio del ser. De ahí que en la medida en que la persona se encuentra con su yo verdadero es más ella misma, y puede dar un sentido diferente a su existencia y una respuesta más certera a sus interrogantes porque la oración ilumina la inteligencia espiritual y es luz para nuestros pasos y decisiones. Dice santa Teresa: “Dios en la oración nos va enseñando las grandes verdades”.

Pidamos al Espíritu que nos enseñe a orar, pues aprender a orar es aprender a vivir de otra manera en medio de lo cotidiano, de lo concreto y sencillo de cada día, allí donde estemos. “Sin orar no sabemos vivir, ni por qué debemos morir, ni cómo debemos amar” (Pierre-Marie Delfieux).

“Amaos los unos a los otros como yo os he amado” (Jn 13,33). Este es el mandato nuevo que Jesús nos ha dado, la esencia de la vida cristiana, el fruto de la oración. Ahora bien, ¿se puede vivir el amor cristiano sin orar? La oración es la escuela donde se aprende a vivir con Dios y desde Dios y es Él quien me capacita para amar. La oración me capacita para acoger el amor de Dios y, desde este mismo amor, amar a los hermanos. Pues no puedo decir que amo a Dios si no amo a mis hermanos. “Si alguno dice: Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; porque el que no ama a su hermano, a quien ha visto, no puede amar a Dios a quien no ha visto” (1 Jn 4,20 ss). La finalidad de la oración es dejarnos evangelizar el corazón. En la oración, el Espíritu Santo nos va identificando con Jesús, transformando nuestros sentimientos en los mismos sentimientos de Cristo y así, con Él y en Él, llegar a amar como nosotros somos amados por Él, haciendo vida los frutos del Espíritu que son: “amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad” (Ga 5,22).

La oración nos lleva a ser alabanza y acción de gracias al Padre, en medio de la ciudad, caminando hacia la plenitud, a la nueva Jerusalén celeste. “Vi la ciudad Santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su esposo. Y oí una fuerte voz que decía desde el trono: Esta es la morada de Dios con los hombres, ellos serán mi pueblo y yo con ellos seré su Dios” (Apc 21,4ss).

 

1 Santa Teresa, Libro de Vida, cap. 8, nº 5. Obras Completas, Editorial Espiritualidad, 1963. Madrid, p. 56.

2 Pierre-Marie Delfieux, La oración es lo primero, Source Vives, nº 21, julio-1988, p. 5. Número monográfico sobre la oración.

3 Santa Isabel de la Trinidad, Carta nº 123.

4 Santa Teresa, Fundaciones, cap. 5,16, o.c.