En este segundo domingo de cuaresma se nos regala el relato de la transfiguración. Nos conduce al corazón mismo de una resurrección anticipada. Por si se nos olvidase que la cruz es solo la penúltima estación.
La atmósfera del texto nos sitúa en un ambiente de ensueño que nos regala la paz: el color blanco que todo lo envuelve, la visión de un diálogo entre las palabras de profetas y la Palabra, la sensación de plenitud de los discípulos que quieren quedarse allí, la voz que surge de entre las nubes, la montaña que acoge…
Un contexto casi irreal en el que pone claridad concreta la voz del Padre: «Este es mi hijo amado; escuchadle». Por lo tanto, no se trata de disfrutar solo con el sentido de la vista estas briznas de resurrección, sino afinar el oído para escuchar la voz del Hijo.
Un Hijo que es amado y amable. Que derrocha ternura y denuncia, como Elías y Moisés, sus interlocutores, y como todos los profetas. Este Hijo que nos hace pregustar la resurrección a la que todos estamos llamados, pero que en el entretanto también nos hace bajar de la montaña para encontrarnos con aquellos que necesitan saborear la resurrección.
Que nos recuerda que ya tendremos tiempo de construir esas tiendas de disfrute pleno cuando llegue el momento sin tiempo al que todos estamos convocados (hermosa promesa), pero que en el aquí y ahora, también tenemos que mostrar a otros esa blancura que alguna vez intuimos y acariciamos.
Porque es necesario que sepamos y hagamos saber que la cruz solo cobra sentido desde esta blancura de la voz de un Padre que ama desproporcionadamente a su Hijo en todos los hijos e hijas que caminamos por este mundo.