Así, a locura, suena el mandato del Señor a Abrahán: “Toma a tu hijo único, al que quieres, a Isaac, y ofrécemelo en sacrificio”.
Y locura nos parece el camino que Abrahán recorre para cumplir el mandato recibido: “Levantó el altar y apiló la leña, ató a su hijo Isaac y lo puso sobre el altar, encima de la leña… tomó el cuchillo para degollar a su hijo”.
Ahora considera lo que en esa locura es fuente de bendición: “Por haber hecho esto, por no haberte reservado tu hijo único, te bendeciré”. “Porque me has obedecido, todos los pueblos del mundo se bendecirán con tu descendencia”.
No es fuente de bendición la sangre, no lo es el holocausto, no lo es el sacrificio; la bendición nace de la obediencia, de la desapropiación.
Y empiezas a entrar en esa locura mayor, en ese misterio insondable de amor, que es la entrega del Hijo de Dios “por todos nosotros”.
El apóstol se asoma a ese abismo y pregunta: “El que entregó a su Hijo por nosotros, ¿cómo no nos dará todo con él?”
No se nos dio ese Hijo porque lo hayamos pedido. No se nos dio porque nuestra necesidad fuera grande y universal. Ese Hijo único se nos ha dado porque Dios lo amó a él y nos amó a nosotros.
Y tampoco ahora la bendición vendrá de la sangre, tampoco será su fuente el holocausto, el sacrificio; el Hijo que se nos entrega, será bendición por su desapropiación, por su obediencia: “Por eso, al entrar en el mundo, dice: «Tú no quisiste sacrificios ni ofrendas, pero me formaste un cuerpo; no aceptaste holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces yo dije: He aquí que vengo para hacer, oh Dios, tu voluntad»”.
De ahí que a los redimidos, a los liberados, a los bendecidos, no se les pida sangre sino obediencia, no se les pida sacrificio sino escucha: “Éste es mi Hijo amado; escuchadlo”.
Es como si toda la ley y los profetas se condensaran en ese único mandato: Escuchad a mi Hijo.
Escucha al Hijo el que escucha sus palabras y las pone en práctica.
Escucha al Hijo y conoce a Dios el que escucha a sus enviados.
Escucha al Hijo y cuida de él el que escucha el clamor de los pobres y cuida de ellos.
Son madre y hermanos de ese Hijo quienes escuchan la palabra de Dios y la cumplen.
Son dichosos, verdaderamente dichosos, los que escuchan la palabra de Dios –la palabra del Hijo, la Palabra que es el Hijo- y la cumplen.
Dichosa aquella María, hermana de Marta, que, sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra.
Dichosos también los muertos, pues con ese Hijo que el amor de Dios nos ha dado, ha llegado la hora en que “los muertos oirán su voz, y los que hayan oído vivirán”.
No hay Iglesia si no hay escucha del Hijo, si no hay escucha de la palabra del Señor, si no hay escucha de los pobres.
Escucha al Hijo, y “caminarás en presencia del Señor en el país de la vida”. Escucha, y vivirás.