Escaneando la ira: ¿diabólica o santa?

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Todos sabemos que la indignación puede ser peligrosa cuando excede determinados límites, tanto a nivel individual como colectivo. Justificamos la “indignación” -y de hecho vemos con simpatía el movimiento de los “indignados”- como un hecho político interesante, importante. Pero cuando la indignación excede sus límites y se torna violenta, destructiva, ¿qué sucede? En la indignación se muestra la ira. Y ésta es ambivalente: hablamos de ira diabólica e ira santa.

Todos padecemos episodios de ira. ¡Sometamos nuestra ira a la prueba del escaner! Y veamos qué tipo de ira nos habita.

La ira diabólica

La primera forma de ira que vamos a  escanear es “la ira diabólica”. Es el resultado de un mal espíritu que se apodera de nosotros. Es como un estallido violento, agresivo, destructivo. Produce ceguera mental en la razón, enajenación y pérdida del control. Enajena de forma pasajera; toma posesión del espacio que deja nuestro “yo ausente” y se vuelve tiránica; no razona, no quiere entender, ni querer[1].

La ira explota cuando  nuestro “yo” -susceptible y vulnerable- cree que no recibe de otros el honor y el respeto que su imagen pública se merece; cuando uno se siente ofendido sin merecerlo, herido en su amor propio o en su exagerada auto-estima;  cuando uno se siente traicionado, insultado, engañado, manipulado, humillado, injustamente tratado; cuando un inferior o subordinado “se me sube a las barbas” –hoy se emplean otras expresiones más vulgares. Esa explosión de ira delata una exagerada auto-afirmación, auto-estima, auto-defensa por parte de quien se aíra. Cuando la ira no tiene desahogo, se convierte en “resentimiento”.

Cuando la ira se apodera de nuestro centro de control se exterioriza tanto en nuestro cuerpo, como en nuestra psicología, como en nuestra conducta moral.

La ira somatizada produce agitación motora e hipertensión, acelera las pulsaciones, tensa las venas del cuello, dilata las pupila, ofusca la visión, hace que la lengua se trabe, que la voz se eleve y se vuelva amenazante.

La ira se muestra psicológicamente como excitación, des-inhibición, deseos destructivos, asalto mental a las personas, discurso excitado y confuso. Se asemeja a una locura transitoria, al delirio y la alucinación.

La ira afecta al comportamiento moral: se percibe en un exceso de soberbia, en la desmesura entre causa y efecto, en la magnificación de una supuesta lógica de hechos concatenados –que en realidad es la ilógica de la ira”-.La ira no es “simbólica”, sino “diabólica”. La persona airada no es “agente”, sino “paciente”. No es dueña de sí, sino una persona poseída por un mal espíritu. En nuestra tradición espiritual hemos llamado a este mal espíritu “pecado capital”. La persona airada se cree superior: por eso, desprecia exageradamente a la otra persona por la que se siente ofendida.

La ira ejerce su poder diabólico en las palabras incontenibles, desmesuradas, ofensivas, difamadora, blasfemas; en la crítica sin misericordia; en las acciones agresivas que tienen como objeto hacer daño.

La ira diabólica crea contextos de miedo, de horror: ¡qué grabadas quedan en las pupilas de los niños o niñas las escenas de ira y agresividad de algún miembro de su familia! Todos conocemos las consecuencias de la ira en el trabajo, en las relaciones con otros, en las comunidades, en la Iglesia…

La ira es siempre amenazante. Ante ella, no sabemos como reaccionar, “porque es peor” –como solemos decir-. Asistimos al penoso espectáculo de la ira con un resignado: “¡esperemos a que se le pase!”. La ira no disimula. Durante un tiempo campa a sus anchas. Poco a poco se desinfla. Pero deja siempre tras de sí rastros de agresividad y desamor. La ira es una pasión triste (Baruch Spinoza), como lo es el odio, la envidia, la avaricia.

La ira no es una pasión que afecta únicamente a los individuos. Es terrible cuando afecta a los colectivos humanos. La es contagiosa y explosiva.

¿Qué son las guerras, el terrorismo, los campos de concentración, los gulags, el sadismo, el odio étnico, el genocidio, sino formas colectivas de la ira diabólica?  ¿No existe también la violencia de lo sagrado, la ira religiosa que inquisitorialmente se enciende en contra del enemigo, de quien se opone, y trata de eliminarlo?

Terapias contra la ira

Se han propuesto a lo largo de la historia humana diversas soluciones a la ira: terapias del alma para sanar esta pasión negativa y conseguir la serenidad, la tranquilidad (Cicerón), atención y vigilancia para no dejarnos enajenar, ni perder el control de nuestro “yo”, para ser nosotros mismos y no otra cosa. Las religiones recomiendan “la paciencia”; Aristóteles, “la magnanimidad”; Séneca “la clemencia”; Freud “la sublimación”; el cristianismo “el perdón”. Esta terapia del alma es una propuesta sabia, avalada por la sabiduría humana. Es necesario -en nuestros procesos formativos- aprender y ejercitarnos en el arte de la paciencia, de la magnanimidad, de la clemencia, de la sublimación, del perdón y la reconciliación.

Decían los padres del desierto que “una pasión sólo se vence con una pasión mayor”. Si la ira se muestra fenomenológicamente como posesión de un espíritu malo, sólo la acogida e inhabitación del Espíritu bueno impedirá que la ira se asiente en nosotros, se apodere de nuestra alma y nuestro cuerpo. Será el buen espíritu aquel que abreviará las explosiones de ira, el que las desactivará cuanto antes, y el que las alejará cada vez más.

“Sois templos del Espíritu Santo” y “donde está el Espíritu allí está la libertad”. Esta es la presencia que hemos de acoger y cultivar. Jesús nos lo decía: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas”. El Espíritu Santo nunca nos obceca, crea equilibrios, es el espíritu de la luz y de la paz.

Lo malo no es una cierta ira, sino su exceso o su defecto. El exceso de ira nos vuelve diabólica. El defecto de ira nos vuelve “indiferentes”, “pasotas”. La solución es la mesura, la moderación.

“La pasión de la ira tiene una enorme fuerza destructora. La ira es causa de muchas tragedias irreparables. Son muchas las personas que por un instante de cólera han arruinado un proyecto, una amistad, una familia. Por eso conviene que antes de que el incendio tome cuerpo, extingamos las brasas de la irritación sin dar tiempo a que se propague el fuego (Alfonso Aguiló)

La ira no puede ser eliminada. Pero sí corregida, impedida en sus excesos y despertada y dinamizada en su defecto. Se trata de interrumpir el circuito diabólico que conduce a la alteración del ánimo y a formas de abierta agresividad, o al desinfle total de la persona. La ira moderada de esta manera es la ira santa.

La ira santa

¡Sometamos la ira a otro escaseo! Y descubrimos un tipo de ira que es una emoción brillante que refleja la bondad del Espíritu, que mora dentro de nosotros.

Es la ira que odia la injusticia cuando se topa con ella; que se rebela instintivamente ante lo injusto, lo agresivo, lo violento.

La ira santa no puede tolerar la falta de respeto a la dignidad humana de los hijos e hijas de Dios. No puede tolerar el abuso de poder sea político, sea religioso o eclesiástico. Por eso, se “in-digna”.

Cuando descubre que los derechos humanos no son respetados, que se saquea la naturaleza, que el egoísmo narcisista de individuos o pueblos se impone sobre los demás, que “el pez grande se come al chico”, la ira se manifiesta públicamente bajo forma de denuncia, crítica, indignación. No por ello, pierde la lucidez, ni se obceca, ni pierde el equilibrio. Pero sí actúa sin miedo, sin violencia física, pero sí utiliza las armas de la verdad. Por otra parte, no se deja enfriar por la indiferencia y se indigna también contra ella.

Estalla  la ira santa, la indignación, en personas con sentimientos de solidaridad, justicia, ecuanimidad; que reaccionan ante las violaciones de los derechos, ante los sistemas perversos, ante el abandono del Dios verdadero y su trueque por ídolos.

La ira santa tiene mucho que ver con los celos de Dios: el celo por la Alianza de amor y la fidelidad a ella. Dios no se siente impasible ante la no-correspondencia a un amor mutuamente prometido. Dios no mira indiferente al pueblo que se le aleja y entra en comunión con los ídolos. Dios es un Dios “celoso” y, por eso, se enciende su ira. La ira de Dios, sin embargo, no se resuelve como destrucción y castigo definitivo, sino como medicina, como terapia del corazón humano, con sus episodios de dolor. Jesús mismo se sintió poseído por la ira divina, por los celos de Dios: “el celo de tu casa me devora”. También los profetas, apóstoles, misioneros y misioneras sienten en su corazón el “pathos” de Dios, la pasión por la Alianza, los celos de Dios. Y por eso, surge en ellos la indignación, la denuncia, incluso la amenaza apocalíptica: pero lo que hay en su corazón no es odio, ni agresividad destructiva, sino el celo por la salvación de los demás, por la reconciliación, por la paz.

Nada extraño que los discípulos y discípulas de Jesús nos veamos a veces invadidos por la santa ira del Espíritu, que sintamos en nosotros – como san Pablo- los celos de Dios. En esa santa ira e indignación se muestra nuestra búsqueda, ante todo, del reino de Dios y su justicia. Esa ira santa nos inquietará mientras no llegue a plenitud entre nosotros el Reino de Dios y su Justicia.

En la Iglesia necesitamos en estos tiempos de cambio que se exprese la ira santa contenida, durante tanto tiempo. Esa ira que han sufrido personas e instituciones ante el pretendido monopolio de quienes se han erigido en  jueces, en favorecedores de quienes se han sometido a su poder. Expresar la ira es “hacer memoria histórica”, para que no se vuelva a repetir el mal. Ayudarles a quienes han suscitado esa ira a arrepentirse del mal hecho, y a pedir perdón. A recuperar a las víctimas.

Pero la santa ira nunca nos llevará a tomarnos la justicia por nuestra mano; dejaremos que Dios sea el único juez (Rom 12, 19-21). Trabajaremos por la justicia, proclamaremos nuestra indignación, pero nunca recurriremos a la agresividad ni a la violencia. Sabemos que Dios es el único que juzga rectamente.

* * *

Tras semejante escaneo podemos discernir qué tipo de ira nos habita. Si es la ira diabólica tenemos algo de verdugos, de personas injustas, desmedidas, alienadas. Si es la ira santa nos habita el Espíritu de Dios y ella es un don contra la indiferencia, contra la agresividad. Es “indignación” ante la injusticia. Es sentirse poseído por los celos de Dios. Hemos de estar atentos, para que la ira santa no se vuelva diabólica (agresiva o indiferente).



[1] Cf. Remo Bodei, Ira. La passione furente, Il Mulino, Bologna 2010. El autor ofrece un estudio histórico, sociológico, antropológico y teológico de la ira enormemente interesante, con una amplia información bibliográfica. Ni que decir tiene que mis reflexiones han encontrado en esta obra inspiración y orientación. Cf. también: Jean Sarocchi, La colare, Desclée de Brouwer, 1991; Aaron T. Beck, Prisoneers of Hate. The cognitive basis of anger. Hostility and Violence, Harper Collins, New York, 1999; Umberto Galimberti, I vixi capitali e i nuovi vixi, Feltrinelli, Milano, 2003; Gianfranco Ravasi, Le porte del pecado. I serte vixi capital, Mondadori, Milano, 2007