ESCANDALIZARSE

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El Covid-19, que es un virus absolutamente nuevo, ha traído sin embargo, cierta novedad a palabras y actitudes antiguas. Una de ellas es escandalizarse. Suele ser un deporte frecuente entre los «puros». Algunos lo son tanto que, literalmente, se escandalizan por todo, menos de lo que de ellos sale.

Uno se escandaliza ante el escándalo. Y el problema reside justamente ahí: ¿qué es escándalo? En un círculo tan pequeño y pobre como desgraciadamente puede degenerar la comunidad y sus relaciones, la oportunidad del escándalo para quien tiene vocación de «puro» o «pura» es abundante.

Frecuentemente las conversaciones en las comunidades consagradas en este largo confinamiento vuelven la mirada a las familias. ¿Cómo estarán viviendo tanta proximidad y desgaste? ¿Cómo arbitrarán los problemas latentes y eternos de convivencia y armonía? ¿Habrá conseguido la pandemia y su cuarentena solventar las carencias implícitas y explícitas de amor? ¿Algunas parejas habrán recuperado el brillo por el que algún día decidieron constituirse en «equipo hasta la eternidad»?

Son preguntas honestas de los hombres y mujeres que viven en comunidad pensando un bien mejor para sus contemporáneos. Pero también son preguntas en huida de quienes habitualmente sostienen su existencia en el precepto, capaces de juzgarlo todo, sin mojarse jamás en ese todo. Ya saben, de aquellos que hablan de la temperatura del agua sin jamás zambullirse en ella. Son las preguntas de los sujetos agentes del escándalo.

Hace unas horas escribía en mi cuenta de Twitter que esta pandemia y su confinamiento no podía servir para «volver a la vida» con más de lo mismo… Una persona consagrada me respondió, amablemente, diciendo que solo serían algunos y algunas quienes así actuasen, la mayoría volvería a «confundir la misión con escandalizarse». Por todo, de todos y ante todo, sobre todo lo que con él o con ella no coincida.

El Covid-19 es además de un virus la expresión más concreta de una cosmovisión global. Un nuevo planteamiento. Un antes y un después. Muchos íntimamente hemos llegado a pensar en esta larga cuarentena, si no serían los últimos días de nuestra vida. Nos hemos puesto en situación de vértigo. Algunos hemos palpado el miedo a lo desconocido que, por primera vez, nos susurraba cerca, muy cerca: «puedes ser tu, puede ser tu final».

Me pregunto si esta preparación tan minuciosa y concreta no nos sacará de esta vocación tan lamentable de dejarnos escandalizar por casi todo. Me pregunto si esta situación de extrema debilidad pasará y no nos convertirá en grandes hombres o mujeres que son felices descubriendo el valor de lo pequeño: la respiración que sostiene el latido y anima la vida. El psiquiatra Luis Rojas Marcos afirma que «el dolor y la tragedia no te hacen mejor persona». Me interroga no tanto por la novedad que encierra la negación, cuanto por lo gruesa y grave que es para la vida consagrada. Una buena parte de los hombres y mujeres consagrados piensa, durante mucho tiempo de su vida, que son mejores cuanto mejor silencien toda contrariedad; cuanto más almacenen negativas, bloqueos, propuestas no comprendidas o desprecios. Algunos jamás han contado nada de su intimidad. Se han hecho resilientes doloridos, escandalizados de casi todo. Han llegado a identificar gracia con medida; justicia con exactitud y, lo que es peor, Dios con una fabricación cultural de Justicia que siempre bendice a los mismos y a las mismas, mientras que el resto debe padecer y, aunque proteste internamente, jamás proferir una protesta pública o notoria porque sería un escándalo.

Uno de los pocos aspectos benévolos que este virus nos ha traído es haber hecho público que la humanidad corre la misma suerte. Ha provocado una ola, silenciosa todavía, de humanidad solidaria. Están cambiando adolescentes, adultos y ancianos que empiezan a entender que la salvación no consiste en cuidar el propio barco, sino construir barcos para todos. Se está invocando una humanidad más consciente de hacer realidad lo que hasta ahora solo era titular: cuidar la casa común. Así, con una mirada amplia, con horizonte abierto, no solo se responde a epidemias sanitarias, también a dolencias psicológicas que conducen a la esterilidad.

Cuidar la casa común para los consagrados no es un «brindis al sol» es un compromiso evidente de cambio. Es dejar de escandalizarnos por «la nada» que reduce la maravillosa entrega del amor a una secuencia de rarezas que, en lugar de especiales, nos convierte en prescindibles. Es aprender a amar, sin miedo, empezando por un amor explícito a la propia humanidad, la propia persona que está realizada muy a medias. Es entender que los consejos evangélicos se explican desde el exceso de Dios y no desde el miserable escándalo de gastarse intelectualmente midiendo, tasando, contando, juzgando; y físicamente, abriendo y cerrado puertas, apagando luces o proporcionando a los demás cualquier negación de posibilidad. Cuidar la casa común es la salida de la mirada redundante y empobrecida de estar todo el día pidiendo vocaciones sin saber muy bien para qué ni por qué. La casa común entiende que «habrá vocaciones» cuando haya casa y sea común. Cuando hay sentido, cuando las vidas que se ofrecen sean vidas amables –dignas de ser amadas– y por eso atractivas, convocantes e inspiradoras. Cuidar la casa común puede estar pidiendo a los consagrados de este tiempo algo tan concretito como empeñarnos en hacernos la vida fácil –que no quiere decir blandita– quiere decir vivible, amada y filial. Porque quien se empeñe en ser dificultad para otros u otras, todavía no se ha descubierto hijo, no ha descubierto a Dios-Padre. Solo aprendió, desde edad muy temprana, a escandalizarse.