Una estrella busca a unos Magos de Oriente… Unos Magos de Oriente buscan a un Rey, cuyo nacimiento es anunciado por aquella estrella… Una estrella que la esperanza presiente y que sólo alcanzan a ver los ojos de la fe…
Guiados por la estrella, los Magos encontraron al Rey: “entraron en la casa, vieron al Niño con María, su madre, y cayendo de rodillas, lo adoraron; después, abriendo sus cofres, le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra”.
Buscaban al Rey, y vieron a un Niño con su madre…
Vieron al Niño y, cayendo de rodillas, lo adoraron, porque habían encontrado a Dios.
Vieron al Niño, y en aquel Niño reconocieron la verdad de Dios y la verdad del hombre.
La de la Epifanía es la fiesta de nuestro encuentro, por la fe, con aquel Niño: Dios cercano, Dios pequeño, Dios humilde, Dios hijo de mujer, Dios necesitado, Dios pobre, Dios emigrante, Dios hombre, Dios para los pequeños, para los últimos, para los descartados, un sacramento del amor que Dios nos tiene… un sacramento del amor que es Dios…
Pero las circunstancias por las que atraviesan hoy las comunidades eclesiales de nuestro entorno cultural, nos obligan a preguntarnos a quién hemos visto nosotros, con quién nos hemos encontrado, ante quién nos hemos arrodillado, a quién adoramos, a quién ofrecemos nuestros regalos.
Me veo obligado a preguntarme por mis ambiciones de grandeza, de poder, de dominio, cuando el Dios que he conocido por la fe es un pequeño, un último, un siervo de todos…, un pobre…
Me veo obligado a preguntarme por mis ojos, por mis entrañas, por mi corazón, por mi indifentencia ante el sufrimiento de los pobres, pues el Dios niño que mi fe reconoce y confiesa, nació de la misericordia, nació para la compasión, nació para ser de todos, como de todos son las nubes, el viento y el agua…, como de todos es Dios…
Me veo obligado a preguntarme cómo es posible que, en las fronteras de un mundo que he de suponer educado desde la fe en Cristo Jesús, mueran cada año miles de pobres sin que los ojos se nublen de amargura, sin que el corazón se conmueva, sin que las entrañas se estremezcan de compasión.
Me veo obligado a preguntarme por mi fe… No hay futuro para una Iglesia que no sea cuerpo de Cristo pobre… No hay futuro para una Iglesia que no sea ungida y enviada como evangelio para los pobres.
Los pobres son el tornasol que permite reconocer la autenticidad de la fe en Cristo Jesús. Los emigrantes muertos en las fronteras de Europa, son evidencia de la deformación de nuestra fe, de la perversión de nuestras creencias, de la mentira de nuestra vivencia religiosa.
Si cuantos nos decimos todavía cristianos, o sólo aquellos que siempre se precian y enorgullecen de serlo, hubiésemos visto a Cristo en los emigrantes y nos hubiésemos visto a nosotros mismos como ungidos por el Espíritu de Cristo para ser su evangelio, hace mucho tiempo que Europa se hubiese visto obligada a tener con esos innumerables crucificados una política sencillamente humana. Lamentablemente, miramos a esos crucificados con la misma indiferencia con que hubiésemos visto crucificar a Jesús, si hubiésemos estado allí.
Los emigrantes muertos son epifanía de nuestra falta de fe.