EPIDEMIAS DEL ESPÍRITU

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Es sorprendente la oportunidad de las lecturas de la Palabra de Dios, elegidas para este domingo sexto del año litúrgico -a un paso de un nuevo tiempo de Cuaresma-. La experiencia de este largo tiempo de Pandemia COVID-19 y confinamiento nos hará captar mucho mejor el Mensaje que la Palabra de Dios nos ofrece hoy: nos habla de cómo trataban la lepra en el Antiguo Testamento y cómo la trata Jesús en el Nuevo Testamento.El libro del Levítico presenta una ley que tenía como objetivo “velar por la salud pública”. La lepra era contagiosa. Se hacía necesario parar el contagio y refrendarlo con un mandato religioso y social. El sacerdote debía “excluir de la comunidad” a quien por esa enfermedad se había convertido en un “peligro para los demás”.

¡Aislar para proteger!

Esto es, en principio, lo que han hecho y siguen haciendo nuestras sociedades ante la pandemia del Covid-19 que nos aqueja desde hace un año: aislar y así proteger. Lo que ocurre es que solo nos alarman y detectan las epidemias que atentan contra la salud física de los ciudadanos, pero no las epidemias del espíritu. Y de éstas es necesario hablar también.

¿Dónde se generan las epidemias del espíritu?

Si no resulta fácil detectar la causa y el origen de la pandemia que padecemos -¡únicamente el foco donde se ha producido el primer caso!-, no menos fácil es conocer el origen de las infecciones a las que está expuesto el espíritu humano. Su fenomenología es muy compleja.

Emergen en nosotros y producen un contagio interior.

Las células del mal espiritual se multiplican; reivindican un espacio en la persona, crean una especie de “ecología de malas hierbas”, como si de un cáncer del espíritu se tratara.

Estos males del espíritu son al principio casi imperceptibles.

Después piden repetición y repetición y repetición. Actos repetitivos que no llevan a ninguna parte y que producen desolación, dependencia, enganche, generan en nosotros estados de vértigo, de huida hacia lo mismo y lo peor.

Y esto nos sucede cuando ante una circunstancia o una persona o un grupo de personas, siempre reaccionamos con ira, o con odio, o con envidia o actitudes de venganza, o crítica amarga.

Y esto nos sucede con el sexo a solas o con otros, que se torna habitual y creciente sin vuelta atrás. Y esto nos sucede cuando quedamos enganchados al juego, al tabaco, al licor, a la droga. Y esto nos sucede cuando entramos en la erótica del poder, en el deseo de fama y de aparecer.

Los malos gérmenes se reproducen silenciosamente en nosotros. Quedamos enganchados. Perdemos la libertad interior. No importa que ante los demás aparezcamos como personas respetables. Intentamos ocultar ese territorio perverso que nos habita. ¿No es ésta la auténtica versión de la lepra, de la actual pandemia, pero aplicada al espíritu?

El contagio

El contagio interior se vuelve contagio exterior. Las personas influyentes, aquellas personas que nos importan, también nos contaminan. Se trata a veces de algo muy sutil, casi imperceptible. La contaminación va acompañada de una sensación de placer, de gusto o regusto, pero -una vez instalada- comienza a crear inquietud. Y quien está en la cárcel, ya no sabe por dónde escapar y ni siquiera se ve con fuerzas para ello.

Existen -también en el ámbito del espíritu- esas personas que denominamos ahora “supercontagiadores”. Los hay en todo tipo de sociedad y su influencias es mucho mayor de lo que suponemos,. En las sociedades -políticas y religiosas-, en las comunidades familiares, en los grupos políticos y deportivos, las epidemias se suceden y van pervirtiendo el ambiente. El mal se camufla de bien. Y quien opone resistencia a la contaminación, parece un extraterrestre, un reprimido. La propagación del virus atenta de manera especial contra las figuras proféticas. Un profeta contaminado es el mejor propagandista de la infección: es supercontagiador

La descontaminación: protección y vacuna

Hay en la Iglesia -como actualmente en las sociedades-, rastreadores de virus, detectores de lepras, como los sacerdotes de la vieja Jerusalén. Son aquellos personajes que no curan, sino que sólo denuncian y excluyen y descartan. Diagnósticos de mal hacen muchos y además condenan, pero no ofrecen posibilidades de sanción. Solo aconsejan mascarillas, alejamiento, confinamiento… pero ¡no hay vacuna, no hay modo de salir del círculo vicioso del virus espiritual! Hay quienes solo ofrecen una salida: ¡confiésate una y otra vez! Y así… toda una etapa de la vida sin resultados satisfactorios. El virus sigue inoculado.

Cuando el contaminado se acerca a Jesús no recibe un diagnóstico, sino una mano que lo toca movida por un corazón lleno de misericordia. Jesús no le da importancia al mal. Es como ese experto en informática que ante el nerviosismo del inexperto, que piensa que ha perdido todo su trabajo, le dice: ¡calma! ¡está todo bajo control! y, poco después devuelve todo el trabajo que parecía perdido. Es impresionante escuchar estas palabras de Jesús: “¡Quiero! ¡Queda limpio! ¡Vaya antivirus!

Si el Señor es mi luz y mi salvación, ¿quién me hará temblar?

Si el Señor es mi médico, ¿quién me hará temblar? Jesús nos pide que vayamos al sacerdote, al templo, no para que certifique nuestro mal, sino para que declare que hemos sido liberados. Sí, ¡para que declare que el Espíritu de Jesús vence a todos los malos espíritus!

Necesitamos al Jesús descontaminador y a su Espíritu ¡más que nunca! Los siete pecados capitales nos tienen como rehenes, nos tienen bloqueados. Los sacramentos tienen fuerza terapéutica. Son acciones de Jesús, contacto con Jesús, expresiones interpersonales de su amor. La Unción del Enfermo, la Absolución del que se siente atado por el pecado, demuestran la fuerza del Espíritu de Jesús. Quien desea de verdad un milagro, es porque ya le ha sido concedido, aunque todavía tenga que esperar un poco. Quien está junto a Jesús no le da importancia a su mal, ni a su lepra, ni a su contaminación. Quien se siente bajo a vigilancia del Médico amigo compasivo, ya no teme.

Vacunas del bien, de esperanza, de utopías, de bondad, son las que necesitamos y el Espíritu de Jesús nos las ofrece constantemente. Existen. Y están movilizándonos. No solo somos pacientes de malas contaminaciones, también pacientes de la Gracia poderosa y victoriosa que nos envuelve. ¡Vida y muerte en singular batalla! ¿Dónde está, Muerte, tu victoria?