Afirma el creador de contenido, Jordi Segués, que “quien no tiene experiencia real carece de autoridad para orientar a otros”. Y, aunque es una afirmación radical y “políticamente incorrecta”, es una gran verdad. La clave de la autenticidad es el testimonio, la de la necesidad el testimonio y la de la claridad, también el testimonio.
Lo vivido es lo comunicable y “ofrecible”. Lo que necesita quien a ti se acerca es la verdad de tu vida, no tu opinión sobre la verdad que otros viven. Si llevamos este principio a la reflexión que habitualmente ofrezco, me parece esencial para la transformación de la vida consagrada.
La autoridad de los consagrados está en su experiencia de lo vivido, como propuesta y ofrenda de alternativa. Su razón de ser es la evocación, testimonialmente demostrada, de que hay valores, en verdad muy atractivos, que son “vivibles” y algunas personas “normales” hacen de ellos el centro de su vida. Me estoy refiriendo, por supuesto, al perdón palpable; a compartirlo todo sin recovecos ni parcelas; a una renuncia explícita al primer puesto sin miserias ni mentiras; a la libertad absoluta de estar allí donde se te necesite; a la capacidad, sorprendente, de amar a fondo perdido, sin parcelas ni miedos… a ser de Dios, habiendo descubierto que te hace feliz; a no forzar ni imponer; a escuchar, compartir y aprender como ideas guía.
Me temo que, sin embargo, tenemos personas que han encontrado en el “formato”, o envoltorio de la vida consagrada, un modus vivendi tranquilo, siempre que no haya preguntas inquietantes sobre la propia verdad, la propia estructura afectiva o se confronte su ego. Creo que si Jordi Segués se hubiese encontrado con algunos de nosotros, habría desarrollado “todavía más” que nadie pueda dar lo que no tiene.
Tener experiencia te habilita para tener vida y poder ofrecerla. Necesita la contemplación y el silencio; la reflexión, el estudio y el contraste. Necesita la admiración del color que aparece cuando se combina adecuadamente con la iluminación. Cuando entiendes que el valor de la vida es iluminar y no deslumbrar (como estoy reiterando últimamente). Pero, está más sembrado el campo de aquellos que creen que tienen algo que decir y no callan, aun con poca o pobre experiencia de vida. Eso sí, siempre jaleando valores domésticos o autorreferenciales, destinos y cargos, sin capacidad para asomarse y respirar el clima de la plaza hoy, que es mucho más autoconstructivo, creativo y real.
Considero que el proceso en el cual nos encontramos ‑todavía lo denominamos reorganización, pero enseguida daremos a luz otro término-, tienen un final incierto. Se está realizando con una mirada microscópica, más que en los comienzos de siglo, porque los signos de presbicia institucional son más graves. Se están proponiendo costuras, sin arte ni ética, que no nacen de la experiencia de la vida, sino de la debilidad asfixiante. Somos menos pero ha crecido la burocracia, las parcelas, los silencios y la arrogancia. La reacción no ha sido la responsabilidad, sino la distancia y el desinterés. Ha envejecido el sentido de familia, y la falta de creatividad y miedo del liderazgo reducen el carisma a hacer juntos, estar juntos y, por supuesto, aplaudirnos.
Quizá, lo que nos ocurre es que no tenemos oportunidad de ofrecer lo que queremos ofrecer, aunque tengamos experiencia, porque estamos muy ocupados en sostener un envoltorio que no envuelve; una estructura que no dinamiza y unas relaciones que no implican ni llenan. Pero, envoltorio, estructura y relaciones a medias, que pueden bastar a quienes ven la vida en su última parada, se ha convertido en un tiempo estéril para quienes sospechan que les quedan varias.