En misión compartida: superando el modelo carismático y eclesio-céntrico (2ª parte)

0
1610

Habría un nuevo sentido de “misión compartida”, en la cual lo que más resalta no es lo carismático y peculiar del instituto, sino la “misión eclesial” en cuanto tal, o incluso la “misión”.
La misión, así entendida nos supera a todos. Nadie tiene el monopolio de ella. Por lo tanto, nadie se arroga el poder de permitir a otro compartir la misión. Todos la comparten en clave de igualdad, pero desde funciones y carismas diferentes.
Es obvio que no actúa en la misión de la misma forma el presbítero que el laico, el religioso que pertenece a una comunidad que la persona casada que pertenece a una familia o el soltero. Es claro que en esta última acepción, la “misión compartida” no tiene un predeterminado color carismático: no es jesuítica, ni salesiana, ni claretiana. Ese tono carismático puede estar dentro pero diluido con otros tonos. Nadie puede imponer una identidad carismática. Diríamos que ahí la misión tiene una identidad carismática “compleja”, no única.
De aquí surgen algunas preguntas:
¿estarán los institutos de vida consagrada dispuestos a diluir de esta forma su aportación carismática a la misión de la iglesia?
¿Sería eficaz y práctico un modelo así de misión compartida?
¿No llevaría a la anarquía y a la disolución a la corta o a la larga?
¿No será mejor una distribución de tareas, de competencias, y mantener el modelo uni-carismático de misión compartida, en lugar del modelo católico de misión compartida?
Más allá del modelo carismático: hacia la misión eclesial compartida
Para el modelo católico la misión no es monopolio de ningún grupo en la iglesia. Se rige por el principio conciliar: “Est in Ecclesia unitas missionis, pluralitas autem ministerii (“Hay en la Iglesia unidad de misión, pero pluralidad de ministerio)” (AA, 2). Si en la iglesia la misión es una sola y lo que es plural son los servicios y ministerios a través de los cuales, la misión se realiza en cada tiempo y lugar, entonces no podemos ni debemos hablar únicamente de misión compartida en sentido carismático, sino sobre todo en sentido católico. Por lo tanto, es inadecuado hablar de la misión que llevan adelante los agustinos, o los carmelitas, o los presbíteros diocesanos, o los obispos, o las religiosas de clausura, o los laicos comprometidos. La misión es una sola. La llevamos adelante todos, todos los bautizados, todas las iglesias particulares, la iglesia universal.
Jesús no nos confió diversas misiones. El Señor Resucitado nos confió una sola misión, una gran Misión, en la que habríamos de participar todos los que creamos en Él a través de los siglos y de los espacios.
Por lo tanto, que nadie, ni persona, ni grupo, hable de “su” misión. Lo único de lo que está autorizado a hablar con verdad es de su forma peculiar de colaborar y servir a la única misión de la Iglesia. Y, para que esto sea así, se hace necesario integrarse en el cuerpo eclesial, compartir con todos la única misión. Cada creyente, cada grupo, aporta su propio don, su peculiar servicio, sus carismas y ministerios.
Más allá del modelo católico: hacia la misión ecuménica, misión del Reino de Dios
Podríamos dar un paso más adelante y preguntarnos: ¿tiene la iglesia católica el monopolio de la misión? Esta pregunta es especialmente importante en este tiempo en que la humanidad es cada vez más consciente de su misión a través de múltiples recursos, grupos, culturas, religiones y naciones. El panorama mundial es plural desde muchísimas perspectivas.
El tema de la única misión nos confronta ineludiblemente con el ecumenismo interconfesional e interreligioso. Con toda verdad, debemos decir, afirmar, que la única misión de la iglesia no se confunde con la misión de la iglesia católica, sino con la misión de la Iglesia en sus diversas denominaciones. Entendernos y sentirnos como “hermanos” los miembros de todas las confesiones cristianas es un gran paso hacia la consecución de la misión única. La única misión de la Iglesia no es ecuménica, sino que debe partir del ecumenismo: “que sean uno para que el mundo crea”.
¿Se diferencia nuestra misión radicalmente de la misión que las grandes religiones quieren realizar en este mundo?
¿Y qué decir de tantos hombres y mujeres de buena voluntad que, o bien se han alejado de la fe cristiana o religiosa, o que viven en el indiferentismo religioso, en el agnosticismo o en el ateísmo?
¿Están todas estas personas, a veces grandes pensadores, artistas, políticos etc. al margen de la misión?
Algunos teólogos, yo creo que con gran acierto, han dicho que hay algo más profundo y amplio que la misión de la iglesia o eclesiástica y es la misión del Reino de Dios. En esa misión participan y se sienten llamados a participar todos los hombres y mujeres de buena voluntad. La misión del Reino de Dios es única; pero se realiza a través de múltiples servicios y ministerios; es sagrada y secular, escatológica e histórica, trascendente e inmanente.
Esta es la misión que el Abbá creador confió al ser humano, a los seres humanos, desde el inicio de la creación del Mundo. Esta es la misión relanzada por Jesús de Nazaret, el Hijo del Dios Creador, al inaugurar el Reino y al morir en sacrificio por la llegada e instauración del Reino y enviar el Espíritu a la tierra, a toda la tierra, a toda carne.
Si esto es así ¿tiene la iglesia o las iglesias el monopolio de la misión? ¿No es la misión algo mucho más fundante y amplio? ¿No será “el movimiento de los pueblos, de los grupos proféticos de cualquier tipo, hacia el reino de Dios, tal como Michael Amaladoss lo describe? “Misión compartida” significa, entonces participar del movimiento de los pueblos hacia el Reino de Dios y colaborar con hombres y mujeres de buena voluntad –desde el propio don- en todo aquello que sea necesario para acelerar el movimiento o sostenerlo.
En ese movimiento conjunto cada grupos, cada ser humano, cada religión, cada confesión cristiana, la Iglesia católica y dentro de ella cada grupo carismático, aporta el don que le ha sido concedido. A nosotros, los cristianos nos ha sido concedido el don de un Revelación, destinada a todos los seres humanos, nos ha sido concedido la conciencia y la vivencia de la Alianza definitiva de Dios con la humanidad, en Cristo Jesús y en el Espíritu, que por desgracia todavía muchos seres humanos desconocen y, por lo tanto, no actualizan en su vida. Por eso, nosotros, como Iglesia, queremos entrar en la gran red de la única misión para ofrecer humildemente pero también con la gran convicción de nuestra fe y esperanza y amor, el gran don que nos ha sido concedido para que sea gratuitamente compartido por todos.