El Espíritu es la gran manifestación de sutileza de Dios. Quizás el gran desconocido u olvidado, pero ese «sin rostro», tan costoso de percibir, es quien nos regala todo. Uno de sus mayores dones (no sabría dónde encuadrarlo dentro de la lista clásica) es el de enseñarnos a ver de otro modo. Una visión diversa de lo sutil, de eso que se nos escapa de las manos pero que en todo momento está ahí.
Suele ser contrario a las prisas y al utilitarismo, es el lado lúdico (no por ello menos serio) emparentado con el saber vivir y hermano de leche de la gratuidad amorosa. Es ese perder el tiempo (gran pecado!!!!) sobreabundante, el cultivo delicado de lo que no reporta beneficios económicos o de estatus, lo que no cabe dentro de los planes o programaciones. Es la liturgia de lo que vivimos y la vida de lo que soñamos, es el Reino en esencia, la entraña misma de nuestras propias entrañas.
Lo malo (o lo bueno diría yo) es que muy volátil, tanto que si lo quieres domesticar se escapa, como una de esas aves hermosas que está hecha para ser contemplada en su medio natural y no en una jaula, porque en ese espacio egoísta se muere.
Pidamos que ese Espíritu liviano, vaporoso, leve, suave, tímido, frágil, quebradizo y vulnerable, nos enseñe a ver en las sutilezas de nuestras vidas que también son livianas, vaporosas, leves, suaves, tímidas, frágiles, quebradizas y vulnerables.