A un pobre, juzgado por sanedrines teocráticos y magistrados imperiales, condenado por todos, ajusticiado como blasfemo, como esclavo y criminal, y sellado en un sepulcro para enterrar allí con su cuerpo también su memoria, a ese pobre los cristianos lo celebramos en la liturgia de cada día, que es lo mismo que decir, lo recordamos con agradecimiento y con fiesta, y lo declaramos, no sólo nuestro Rey, sino El Rey del universo, ¡El Rey!
Interrogado por el procurador romano: ¿Eres tú el rey de los judíos?, Jesús de Nazaret, un hombre despojado de todo poder, un acusado a quien todos podían escupir y despreciar, humillar y atormentar, responde: Soy Rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz.
Ese hombre, Jesús, con su púrpura de burla, su corona de espinas, su trono de crucificado, ése es el Rey ante quien nosotros nos inclinamos, henchidos de luz los ojos, henchido de gozo el corazón; ése es el Rey a quien hoy aclamamos diciendo: El Señor reina, vestido de majestad.
En ese hombre, en ese pobre, en su abandono, en su debilidad, reconocemos el amor que da consistencia al universo, la fuerza que lo mueve; en ese retoño sin aspecto que pudiéramos apreciar, en ese desecho de hombre, reconocemos al Hijo más amado, en quien el Padre quiso fundar todas las cosas: Así está firme el orbe y no vacila.
En ese crucificado reconocemos a Aquel que nos amó y nos liberó de nuestros pecados y nos ha convertido en un reino, y nos ha hecho sacerdotes de Dios.
De ese hombre nos fiamos. A ese Rey le abrimos de par en par las puertas de nuestra vida
Sea que lo recibamos resucitado y humilde en la divina eucaristía, sea que lo recibamos herido y necesitado en el cuerpo de sus pobres, es siempre el Rey quien entra en nuestra vida, es el Señor quien se sienta como rey eterno, es el Señor quien bendice a su pueblo con la paz.
Pero éstas son sólo cosas de la fe, misterios que la fe revela, alegría que ella pone en el corazón, luz que ella enciende en la mirada. El milagro de la fe nos permite ver al Rey, recibirlo y abrazarlo en la Eucaristía y en los pobres.