EN LA CANONIZACIÓN DE ÓSCAR ROMERO

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1981

«Vayamos y, si es necesario, muramos con El»

Homilía de Mons. Óscar Arnulfo Romero, Arzobispo de El Salvador

Elegimos para recordar a Monseñor Romero en las vísperas de su canonización, una homilía suya publicada en Revista Vida Religiosa (Vol. 99 (2005). 118-123) en el 25º aniversario de su martirio. Nos ayuda a profundizar en el sentido pascual de toda vocación cristiana. Se trata de su homilía al fi­nal del novenario por el sacerdote Rafael Palacios, asesinado en junio de 1979, nueve meses antes que él. Ese día no se celebró misa en las parroquias, reu­niéndose todas las comunidades alrededor de su obispo en la Catedral.

Queridos hermanos sacerdotes, queri­dos fieles:

Una misa única en la diócesis es el signo extraordinario de nuestra comunión e Iglesia. Todos sentimos la necesidad de la solidaridad en las horas del dolor, así como también en la alegría; y la Iglesia es ante todo una comunión. Así la define el Concilio: “Un sacramento de íntima unión de los hombres con Dios y de los hombres entre sí”. Estamos haciendo Iglesia, estamos viviendo la realidad de esta comunión. Por eso quiero dar las gra­cias ante todo a ustedes, queridos herma­nos presentes: los sacerdotes, las comuni­dades aquí representadas y los que no han podido venir por motivos ajenos a su vo­luntad; así como agradecer también este gesto de solidaridad y comunión que por sí solo denuncia el antisigno de las au­sencias culpables o voluntarias. Y Dios quiera que no sean opuestas.

Ustedes hacen aquí un gesto precioso de Iglesia. Esta catedral rebosante de fie­les, las iglesias de la diócesis vacías de misa este día, la presencia de nuestros queridos sacerdotes con sus comunida­des, todo es un signo revelador de algo que debe ser muy grande. ¿Cuál es el contenido de este signo de solidaridad con motivo de la muerte por asesinato del querido Padre Rafael Palacios? Su espíri­tu, su recuerdo, hombre de Iglesia, sacer­dote de nuestro presbiterio, cristiano de nuestra comunidad, nos ha convocado, y aquí en esta misa única me parece escu­char tres contenidos en esta rica signifi­cación de la misa única de nuestra dióce­sis: el valor divino de la Eucaristía, la grandeza divina del sacerdocio y la elo­cuencia humano-divina del Pueblo de Dios.

El valor divino de la Eucaristía

Sí, ante todo, aquí estamos proclaman­do la grandeza divina de nuestra euca­ristía. La eucaristía -la misa, el santísimo sacramento- a la que el Concilio llama “meta y fuente de toda la vida cristiana”. Con toda seguridad se dice que la Iglesia se hace en la eucaristía. La eucaristía, cuando se concelebra -como ahora- con todos los sacerdotes, expresa maravillo­samente la unidad del único sacrificio que cada misa representa. No multiplica­mos el sacrificio de Cristo cuando cele­bramos la misa, sino que lo hacemos pre­sente en las circunstancias en que aquella misa se celebra. Pero cuando todos los sacerdotes convergen hacia un solo altar, el signo es elocuente de que la misa no es más que un solo sacrificio, el de Cristo nuestro Señor. Es la presencia del amor de Dios que en Cristo se hace redención, misericordia, perdón, fuerza liberadora de los pueblos.

¡No juguemos con la Eucaristía!

Hay muchos pecados contra la misa, contra la eucaristía. El primero de ellos es esa ausencia de Dios. Si la eucaristía es presencia del amor misericordioso que en Cristo redime al mundo, el pecado es -y cuando digo pecado quiero comprender toda esa situación de crimen, de violen­cia, de asesinato, de injusticia, todo eso- ausencia de Dios. No llegaremos al extre­mo de decir que no se debe celebrar la eu­caristía mientras esté entronizado el peca­do en el mundo, porque, gracias a Dios, aun en aquel ambiente de paganismo y de profanación, la pequeña comunidad cris­tiana era el germen de esperanza y de re­dención. La misa se debe celebrar como una presencia de luz que comienza a disi­par la densidad de tantas tinieblas. Yo creo, entonces, que un pueblo que se lla­ma cristiano y ha entronizado el pecado no merece la misa. Y que si la misa tiene que ser luz de redención en los pueblos, tiene que ahuyentar el pecado. El signo de hoy, la misa ausente en muchos pueblos en la Arquidiócesis, quiere ser eso: una denuncia contra la ausencia que los hombres provocan a ese Dios del amor que quiere estar con nosotros y que noso­tros rechazamos por las actitudes violen­tas e injustas.

También la presencia de la eucaristía en el mundo es ya una luz de aquella re­dención de que nos habla San Pablo, de esta naturaleza que gime bajo el pecado. La injusticia, el desorden, el atropello, han hecho que la creación de Dios ¡tan bella! que Él vio que era buena, los hom­bres la colocáramos bajo las cadenas del pecado. Ella gime esperando con dolores de parto la hora de un mundo nuevo, de una creación que vuelva a ser la maravi­llosa residencia de Dios con los hombres. La ausencia de la misa en la diócesis quiere ser también esto. La presencia de la única misa en la Catedral quiere ser co­mo la antorcha que ilumina las comuni­dades cristianas para que sepan sentir la belleza de sus misas bien conscientes, bien celebradas, sentidas como un impul­so de santidad y de redención para noso­tros y para los demás.

Otro pecado contra la eucaristía es el uso de la eucaristía. Esta presencia única de la misa de la Catedral denuncia los múltiples abusos que -aun dentro de nuestra Iglesia- hacemos a la santa euca­ristía. Ya sea por egoísmo, cuando se tra­ta de someterla a las comodidades de la gente: mi misa, que esté acomodada a mis comodidades; la misa buscada egoísta­mente como si Dios fuera un mozo de la familia o del sector donde se quiere una misa muy apropiada a las conveniencias de ese capricho egoísta. Ya sea también la misa que se somete a la idolatría del di­nero y del poder, cuando se usa para co­honestar situaciones pecaminosas, cuan­do se usa la misa como para congraciar al pueblo de que no hay diferencias con la Iglesia, y lo que menos importa es la mi­sa, lo que más importa es salir en los pe­riódicos, hacer prevalecer una convenien­cia meramente política. ¡Cuánto hemos profanado la misa en este sentido de usar­la! La misa no se debe usar. La misa es la luz que le da la luz, la iluminación, a to­das las actividades de los hombres, y los hombres son los que tienen que someter­se con amor y agradecimiento, con adora­ción y humildad, al gesto divino de Cris­to, que quiere multiplicar la presencia de su sacrificio en medio de nosotros.

También se prostituye la misa dentro de nuestra Iglesia cuando se celebra por codicia. Cuando hemos hecho de la misa un comercio. Parece mentira que se mul­tipliquen las misas sólo por ganar dinero. Se parece al gesto de Judas vendiendo al Señor, y bien merecía que el Señor toma­ra nuevamente el látigo del templo para decir: “Mi casa es casa de oración y uste­des la han hecho cueva de ladrones”. La misa quiere recuperar en esta única misa toda su grandeza y quiere decirle al Señor de la eucaristía: “¡Perdona, Señor, porque nos han quitado un sacerdote que podía celebrar y multiplicar tu presencia de amor en la tierra!”.

Sintamos, entonces, como cuando hay ausencia de un bien, lo que vale ese bien. No juguemos con la eucaristía. Démosle a nuestra misa parroquial, de la comuni­dad, de nuestro sector, toda la importan­cia de ir a compartir el amor con el Señor y con nuestros hermanos. Vayamos a mi­sa a hacer la Iglesia, a crear la comuni­dad, como quería el Padre Palacios, que siempre celebró con un sentido comunita­rio su eucaristía y jamás dejó que la misa se profanara por estos fines inconfesables que acabo de denunciar.

La grandeza divina del sacerdocio

En esta única misa estamos procla­mando la grandeza divina del sacerdocio. Yo quiero agradecer a los queridos padres aquí presentes el gran bien que hacen con las misas de sus parroquias, con el sacra­mento que llevan del altar para animar las situaciones de todo nuestro pueblo. Que­ridos hermanos sacerdotes, nuestra voca­ción, ungida por la unción sacerdotal, nos ha hecho sacramento gemelo de la euca­ristía, sacramento de amor. Como la eu­caristía, el sacerdocio va predicando en el mundo con su sola presencia la miseri­cordia del Señor, la fuerza redentora de Dios. Al multiplicar con su gesto consagratorio la misa en los altares de nuestra diócesis, está diciendo cuánto nos ama el Señor y cómo quiere compartir con noso­tros nuestro amor. El sacerdote le da a la comunidad el sentido eucarístico. En el signo del pan y del vino le ofrecen las manos sacerdotales el fruto del trabajo, las esperanzas, las angustias, las alegrías, las tristezas de la humanidad. Una comu­nidad está como decapitada cuando no tiene un sacerdote que le celebre la misa y divinice todo lo humano que produce su ingenio, su mano, su fuerza creadora. Por eso el sacerdote es necesario en cada co­munidad.

El Papa Juan Pablo II recordaba el Jueves Santo que en su tierra hay lugares donde no hay sacerdote y se pone en el altar una estola y se lee toda la misa, pe­ro cuando llega el momento de pronun­ciar las palabras de la consagración, hay un silencio en el pueblo, nadie puede de­cir esa palabra; falta el sacerdote. Y hay -dice el Papa- silencios interrumpidos por el llanto, por el sollozo, recordando con nostalgia la ausencia de un sacerdote. Yo creo que esto es también, hoy, el vacío de nuestras iglesias sin misa y sin sacer­dote. Queremos recordar en este gesto la falta que nos hace el Padre Rafael Pala­cios y los otros cuatro sacerdotes asesina­dos y la necesidad que tenemos de sacer­dotes. De tal manera que esta ausencia del Padre Palacios en el presbiterio que hoy concelebra nos afecta a todos.

Ha sido un crimen matarlo; no sólo un homicidio, ha sido un sacrilegio porque ha tocado la persona de Cristo que el sa­cerdote representa; no sólo crimen y sa­crilegio, ha sido un atentado contra el pueblo. El pueblo se queda sin sacerdo­tes, aunque los criminales no lo necesi­ten; y la pena de excomunión que la Iglesia da contra los que matan o ponen sus manos violentas en un sacerdote no es un gesto muerto, es la expresión de un pue­blo que repudia a quien ha levantado su mano para arrebatarle la vida de uno de sus sacerdotes.

La persecución, signo de  autenticidad

Este atropello a la comunidad hace el gesto de vuestra presencia, queridos her­manos. Vuestra presencia aquí, proclama -y yo les agradezco profundamente junto con mis hermanos sacerdotes- la fe que ustedes tienen en este sacramento que de­posita en el hombre la capacidad de Cris­to para perdonar, para dar su cuerpo divi­no y su sangre, para acompañar en el úl­timo viaje a los peregrinos a la eternidad, para predicar la palabra divina, para en­señar paz y amor a los pueblos. Por eso es injusto que se confunda en una hora de venganzas irracionales la muerte de un predicador de la paz junto con los violen­tos; y en este remolino de venganzas, la muerte de un sacerdote es sumamente significativa. Cinco ya, lo acaba de recor­dar el manifiesto que se leyó al principio de la misa. Ninguna diócesis de América Latina puede ofrecer al Señor estas cinco hostias de su presbiterio. ¿Será gloria de nosotros o será vergüenza de un pueblo que no estima a los sacerdotes? Lo cierto es que la presencia de ustedes aquí en la Catedral y el vacío de las misas en el res­to de la Arquidiócesis está queriendo re­clamar, a los que formamos la comunidad cristiana y a los que nos odian y nos per­siguen, el valor del sacerdote. Lo amen o lo odien, él es el ministro del amor y del perdón. Lo amen, le tergiversen su men­saje, lo calumnien, lo difamen, lo asesi­nen, el sacerdote siempre flotará como una presencia de Cristo, que también fue asesinado.

El sacerdocio en nuestra Arquidiócesis puede llevar este sello de Jesús: “Si a mí me persiguieron, también a vosotros os perseguirán”. Yo creo que estamos ante una nota típica de la autenticidad de la predicación de la Iglesia. De Rafael Pala­cios yo puedo asegurar, y las comunida­des que lo trataron de cerca, que estaba muy lejos de provocar violencias, de sembrar odios; no merecía la muerte que se le dio. Predicó el amor; hombre de mu­cha reflexión, siempre creyó más en la fuerza del amor que en la fuerza de la violencia y trató de crear comunidades. Era su ideal: crear comunidades inspira­das en el amor de Jesucristo.

La elocuencia humano-divina del pueblo de Dios

Finalmente, hermanos, yo quiero pre­venir que esta muerte de los sacerdotes -sacerdotes solidarios con el pueblo- se une a las múltiples muertes de otras cate­gorías humanas. Podemos presentar junto a la sangre de maestros, de obreros, de campesinos, la sangre de nuestros sacer­dotes. Esto es comunión de amor. Sería triste que en una patria donde se está ase­sinando tan horrorosamente, no contára­mos entre las víctimas también a los sa­cerdotes. Son el testimonio de una Iglesia encarnada en los problemas de su pueblo y podemos decir que esta misa única no es sólo en honor del Padre Rafael Pala­cios y no nos recuerda sólo los cinco sa­cerdotes asesinados, sino que quiere ser el reclamo de un pueblo por la sangre de todos los hermanos cristianos y no cris­tianos. La vida siempre es sagrada. El mandamiento del Señor, no matarás, hace sagrada toda vida; y aunque sea un peca­dor, la sangre derramada siempre clama a Dios, y los que asesinan siempre son ho­micidas.

Por eso quiero interpretar, para termi­nar, el lenguaje humano-divino de este pueblo. Ya casi lo he dicho, pero quisiera concretar vuestra presencia en esta misa única como una voz de oración ante todo. El pueblo ora; la Iglesia no clama ven­ganza, la Iglesia se eleva en oración y le interesa, ante todo, al nuevo emigrante a la eternidad. El Padre Palacios necesita la oración de un pueblo que le diga al Señor: es nuestro sacerdote, dale, Señor, el perdón por los pecados que pudo co­meter, dale la luz que brille en aquella búsqueda de verdad que siempre lo guio, una vida afanada por el estudio, carac­terística del Padre Palacios. Dadle des­canso por lo que trabajó, por las incom­prensiones que sufrió.

Es nuestra plegaria póstuma que acompaña al sacerdote muerto, pero que deriva también en una oración de paz para este pueblo necesitado de ella. Es una voz de denuncia, como ya lo hemos expresado. Es una voz que llama a con­versión. Una voz que llama a conver­sión de todos los que estamos celebran­do la eucaristía y de todos aquellos que no comprenden a la Iglesia en su men­saje.

Quiero terminar, hermanos, recordan­do una bella coincidencia. Este día, des­pués de celebrar a San Pedro y San Pablo -los patronos de Roma- Roma celebra a todo aquel conjunto de hombres y muje­res, sacerdotes y fieles, que, siguiendo el ejemplo de Pedro y Pablo, dieron su vida en Roma, sobre todo, bajo el imperio de Nerón y bajo las diversas persecuciones romanas. Un papa romano, Clemente Ro­mano, escribiendo una carta a los corin­tios, se refiere a esta celebración, y yo quiero recoger sus palabras como el pre­cioso epílogo a mis pobres ideas expresa­das hoy, porque las palabras de San Cle­mente Romano vienen a resumir la pre­sencia de la Arquidiócesis de San Salva­dor, que, dejando solas las iglesias de to­da la Arquidiócesis vacías de culto en es­te día en señal de solidaridad con la úni­ca misa de Catedral, quiere vivir esta gran verdad. “Escribimos estas cosas -dice San Clemente Romano- no sólo para amonestar a ustedes acerca de sus debe­res, sino también para exhortarnos a no­sotros mismos, pues nos movemos en la misma arena”.

Hermanos, estamos luchando en el mismo estadio, vivimos la misma histo­ria, corremos los mismos riesgos; el mismo desafío se nos impone, el mismo de­safío que Dios hizo al Padre Palacios, y él supo responder tan heroicamente, se está haciendo también a todos nosotros: obis­pos y sacerdotes, fieles, religiosas, comu­nidades aquí presentes, vivimos movién­donos en la misma arena y corremos bajo el imperio del mismo desafío del Señor. La hora es riesgosa para todos, por lo que dejémonos de preocupaciones vanas y su­perficiales y vengamos a la gloriosa y ve­nerada regla de nuestra tradición. Veamos qué hermoso y qué agradable y cuán aceptada es ante la mirada del Creador esta sangre derramada que se junta con la sangre de Jesucristo. Reconozcamos en­tonces qué preciosa es para Dios esa san­gre que obtuvo para el mundo la gracia de la penitencia porque fue derramada para nuestra liberación.

Pasemos entonces a la Eucaristía don­de el cuerpo y la sangre del Señor recoge el sentido de tanta sangre derramada; lo diviniza, lo ennoblece, lo purifica de todo lo manchado que pudo tener. Y junto a la sangre del Señor en esta Eucaristía, ofrezcamos no solamente nuestra oración por el Padre Palacios y por todos los di­funtos por quienes queremos orar. Reco­jamos también el reto de aquel espíritu de martirio del que nos habla el Concilio y digámosle como aquel apóstol al Señor: “Vayamos y, si es necesario, muramos con Él”. Así sea.