Quedó escrito en el primer retiro de este año: “Intuimos belleza y hondura de una vida que, por el amor con que se ocupa del cuerpo de Cristo que es la Iglesia, sea imagen real de la fe con que la Virgen María acogió a su hijo Jesús, y de los cuidados con que rodeó la vida de aquel hijo de su fe”.
En este retiro intentaremos acercarnos a ese misterio que es María de Nazaret, para aprender de ella –aprender mirándonos en ella– a creer y a amar, y hacernos imitadores suyos en la fe y en el amor.
Con fe y amor, ella se ocupó de Jesús. Nosotros deseamos aprender aquella fe, aquel amor, para ocuparnos del cuerpo de Cristo, que es la Iglesia.
El misterio de María de Nazaret
La Virgen María, Madre del Hijo de Dios, hija predilecta del Padre y templo del Espíritu Santo, es también «miembro muy eminente y del todo singular de la Iglesia y como su prototipo y modelo destacadísimos en la fe y en el amor»1.
Recordamos con admiración lo que la Virgen María es, y, en su misterio, atisbamos con asombro lo que la gracia de Dios ha hecho de nosotros: hermanos, hermanas y madres de Cristo Jesús; hijos muy amados de Dios, en Cristo Jesús; templos del Espíritu Santo, en los que se ofrecen sacrificios espirituales que Dios acepta por Cristo Jesús.
En la Virgen María la Iglesia «llegó ya a la perfección, sin mancha ni arruga»2. Nosotros recorremos aún el camino que lleva al mismo destino de perfección y belleza.
En la Virgen María vemos ya cumplido el misterio de gracia que un día se ha de cumplir en toda la Iglesia.
Y a la Virgen María volvemos nuestros ojos de hombres y mujeres creyentes, caminantes que hemos de esforzarnos por crecer en santidad, pues ella resplandece ante nosotros como modelo de todas las virtudes, también como ejemplo preclaro de fe y de amor.
Una madre para el Hijo de Dios
La palabra profética había puesto ante los ojos del pueblo de Israel la admirable fecundidad de la tierra que el Señor Dios se comprometía a darles como propiedad hereditaria, fecundidad que era apenas una sombra de los bienes que, llegada la plenitud de los tiempos, había de recibir en herencia el pueblo de la Nueva Alianza.
El profeta vio «que manaba agua del lado derecho del templo», y oyó que el ángel le decía: «habrá vida dondequiera que llegue la corriente» (Ex 47,1.9).
Y nosotros, mientras oímos el testimonio del profeta, volvemos los ojos de la fe a Cristo crucificado, y vemos «que uno de los soldados, con la lanza, le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua» (Jn 19,34): vemos que del templo del Señor, del costado abierto de Cristo Jesús, mana el agua que, a donde llega, lleva con ella la vida.
El agua brota del que tiene sed de nosotros; la vida nace del que la ha entregado por nosotros; agua, vida y salvación fluyen del que, escuchando y amando, se ha hecho del Padre hasta la muerte. Ya sabes de dónde brota para los sedientos el agua, de dónde surge para los sometidos a la muerte la vida, de dónde viene la salvación para los pobres; pero podemos aún preguntarnos quién dispuso para bien de todos la fuente.
Y la fe, devolviéndonos al abismo de amor de la Trinidad divina, nos recuerda palabras que hablan del designio salvador de Dios Padre: «El Señor es mi Dios y Salvador… Mi fuerza y mi poder es el Señor, Él fue mi salvación. Y sacaréis aguas con gozo de las fuentes de la salvación» (Is 12,2-3).
Y el que vio brotar sangre y agua del costado abierto de Cristo, dice: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único para que tenga vida eterna y no perezca ninguno de los que creen en Él» (Jn 3,16).
Y el Hijo dice de sí mismo: «Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: ‘Dame de beber’, tú le habrías pedido a Él, y Él te habría dado agua viva» (Jn 4,10).
De este Hijo único de Dios, el símbolo de los apóstoles proclama: «Que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, y nació de santa María Virgen»; y el símbolo niceno-constantinopolitano confiesa: «Que por nosotros los hombres, y por nuestra salvación, bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre».
Aquel Hijo –aquella fuente– de donde brota el agua de la vida, el Padre nos lo da; ese Hijo, por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen; por obra y gracia del Espíritu Santo fue concebido; y nació de Santa María Virgen.
Este Hijo –«Jesucristo, fuente del agua viva, donde los hombres apagan la sed de comunión y de amor»3–, la bienaventurada Virgen María, de modo inefable, lo concibió y lo dio a luz.
La mujer que concibió creyendo
Y si todavía preguntamos cómo lo concibió, la fe nos dice: «Ella, descendiente de Abrahán por la fe, concibió en su seno creyendo»4, «concibió en su espíritu antes que en su seno»5, concibió escuchando –ex auditu–, concibió amando, concibió obedeciendo.
En efecto, la Virgen María recibe la palabra que viene de Dios y que interpela su fe: «Concebirás en tu vientre y darás a luz un Hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su Reino no tendrá fin» (Lc 1,31-33).
La palabra del enviado de Dios revela un proyecto divino en el que entran Dios mismo, la Virgen María, la casa de Jacob, la dinastía de David.
La pregunta que María de Nazaret hace al mensajero divino, indica que ella ya ha dicho sí al mensaje recibido, y solo porque ha dicho «sí», solo porque ya ha creído, pregunta humildemente «cómo». El ángel le contestó: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios» (Lc 1,35).
¡Formidable, admirable, portentoso mensaje! ¡Insólita, increíble explicación! Después de recibirla, la Virgen María, que con sus entrañas –con su fe, su esperanza y su amor– había dicho «sí» a la propuesta de Dios, ahora lo dice también con sus labios: «Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38).
El Padre Dios ofrece la fuente de la vida, y la fe obediente de la Virgen María dice: «Hágase». El Hijo pide hacerse «don de Dios» para dar a los sedientos agua viva, y el amor creyente de la Virgen María dice: «Hágase». El Espíritu pide consagrar con su sombra al que viene para ser nuestro salvador, y la Virgen María dice: «Hágase».
«Hágase» es la palabra humilde de la fe que acoge a Dios, y tiene la eficacia poderosa –la autoridad– de la palabra divina que crea el universo.
«Hágase» es palabra que, pronunciada con verdad, despoja al creyente del propio proyecto y, al mismo tiempo, hace que sea propio del creyente el proyecto eterno de Dios.
«Hágase» expresa disponibilidad y autoridad, vaciamiento y plenitud, virginidad y fecundidad.
La Virgen María dijo «Hágase», y «Dios cumplió sus promesas al pueblo de Israel, más aún, colmó de manera insospechada la esperanza de los otros pueblos»6.
«Hágase» es palabra que nace de la escucha, de la fe, de la obediencia de la Virgen María, y que, al darnos a Cristo, atrae sobre todas las naciones de la tierra el consuelo, la bendición y la vida.
La mujer que es también Madre de la Iglesia
La obediencia creyente de la Virgen María –su fe, su esperanza y su amor– nos ha dado a Cristo, y esa misma obediencia ha hecho de ella Madre de la Iglesia.
Intentemos acercarnos al misterio:
Dices bien, Iglesia de Cristo, si confiesas que, por la fe y el amor, María de Nazaret aceptó ser la madre del Señor.
Pero al confesar tu fe en esa divina maternidad, confiesas que la Madre del Mesías Jesús es también la madre de tu gracia y de tu santidad, es también la madre de tu alegría, de tu esperanza, de tu paz, de tu resurrección, de tu vida.
Ella, al aceptar con limpio corazón la Palabra de Dios, mereció concebirla en su seno virginal, y, al dar a luz a su Hijo, preparó el nacimiento de la Iglesia7.
Ella dijo «hágase» –creyó, esperó y amó– y, concibiendo en su seno al Hijo de Dios, preparó el comienzo de nuestra redención8.
Ella dijo «hágase»,–creyó, esperó y amó– y, para nosotros nació el Salvador, al que pusieron de nombre Jesús, como lo había llamado el ángel antes de su concepción9.
Ella dijo «hágase» –creyó, esperó y amó–, y para nosotros nació el que es causa de nuestra redención10.
Y entonces confiesas también que, si María de Nazaret no es tu madre por haberte llevado en su seno, lo es por haberte llevado en su fe, en su esperanza y en su amor, pues creyó y esperó y amó también para ti.
Otra anunciación para otra maternidad
La participación activa y obediente de la Virgen María en el misterio de la encarnación ha hecho de ella Madre de la Iglesia.
Si ahora nos acercamos a la Virgen María y nos quedamos a su lado al pie de la cruz de Jesús, podremos contemplar una nueva anunciación.
Allí la Madre, que comparte el dolor de su hijo, recibe de Jesús la palabra que interpela de nuevo su fe: «Mujer, ahí tienes a tu hijo» (Jn 19,26).
El mensaje de esta anunciación es más breve y más comprensible que el recibido entre los muros familiares de la casa de Nazaret.
Allí la palabra revela un proyecto divino en el que entran Jesús que lo propone, la mujer que lo recibe, aquel –aquellos– que la mujer recibe como hijos y a quienes la mujer es entregada como madre.
Allí ya no hace falta preguntarse «cómo» sucederá, pues esos hijos se reciben como un don; y tampoco hace falta que se escuche un «Hágase», pues la obediencia silenciosa de la Madre –su fe, su esperanza, su amor– abraza en su seno a la humanidad entera.
En verdad, la Virgen María, al recibir junto a la cruz el testamento del amor divino, tomó como hijos a todos los hombres, nacidos a la vida sobrenatural por la muerte de Cristo11.
La nueva Eva
Esa maternidad universal, posible solo para la obediencia de la fe, hizo que la Virgen María fuese reconocida en la Iglesia como la nueva Eva, o la nueva Mujer en Cristo12.
Ya en el siglo II, Ireneo de Lyon escribía: «El nudo de la desobediencia de Eva fue deshecho por la obediencia de María. Lo que había atado la virgen Eva por su incredulidad, lo desató la virgen María por su fe»13.
Y hoy, la oración de la Iglesia dice de la Virgen María: «Ella es en verdad la mujer nueva y la primera discípula de la nueva Ley. Ella es la mujer alegre en tu servicio, dócil a la voz del Espíritu Santo, solícita en la fidelidad a tu Palabra. Ella es la mujer dichosa por su fe, bendita en su Hijo y ensalzada entre los humildes»14.
Y con los ojos puestos en la Virgen María, la Iglesia escucha las palabras del profeta: «Desbordo de gozo con el Señor, y me alegro con mi Dios: porque me ha vestido un traje de gala y me ha envuelto en un manto de triunfo, como novia que se adorna con sus joyas» (Is 16,10). Y escucha al mismo tiempo las palabras de la Madre del Señor, de la mujer que fue dichosa porque fue creyente: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi salvador, porque ha mirado la humillación de su esclava. Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí» (Lc 1,46-49).
Cosas de la fe, la esperanza y el amor
Dentro de nosotros resuena siempre la llamada de Cristo Jesús para que “reparemos su casa, que amenaza ruina”.
Hoy, para aprender a reparar la casa, nos hemos quedado junto a la Virgen María, madre de Jesús y madre de la Iglesia.
No suplantamos al discípulo amado si todos recibimos en Él a María como madre, si en Él todos somos entregados a María como hijos.
Si vivimos esa entrañable filiación, a los pies de la madre aprenderemos a conjugar los verbos de su maternidad –creer, amar, concebir, visitar, dar a luz, envolver en pañales, recostar en un pesebre, guardar en el corazón, buscar angustiados–, y nos pondremos a trabajar para que ésos sean también los verbos de nuestra relación con Cristo Jesús y con el cuerpo de Cristo que es su Iglesia.
Allí, a los pies de la madre, en el espejo de su vida, aprenderemos la fe y el amor con que son acogidos los designios de Dios, la fe y el amor en los que se gesta la vida de Jesús, la vida de la Iglesia.
María dijo: “Hágase en mí según tu palabra”, y “concibió por obra y gracia del Espíritu Santo”.
Siempre que decimos “hágase” a la palabra del Señor –siempre que escuchamos y cumplimos la palabra del Señor–, estamos concibiendo Iglesia, haciendo Iglesia, hermoseando Iglesia.
Decir “hágase” significa disponibilidad en nuestras vidas para el Espíritu del Señor y su santa operación.
Decir “hágase” nos hace hermanos, hermanas y madres de Jesús.
Decir “hágase” a la voluntad del Señor es el único modo que tenemos de ser Iglesia, de hacer Iglesia.
Para cuidar de su Iglesia, el Señor tu Dios cuenta con tu fe, tu amor y tu pobreza, fe, amor y pobreza que hacen limpios los pañales, hacen acogedores los pesebres, hacen confiadas las huidas, aunque no dejen de ser angustiadas las búsquedas.
1 Concilio Vaticano II, Constitución Lumen gentium 53.
2 Concilio Vaticano II, Constitución Lumen gentium 65.
3 Prefacio de la Misa de La Virgen María, Fuente de la Salvación. En Misas de la Virgen María. I. Formulario 31.
4 Prefacio de la Misa de La Virgen María, Estirpe escogida de Israel. En Misas de la Virgen María. I. Formulario 1.
5 Colecta segunda de la Misa de Santa María, Madre de Dios. En Misas de la Virgen María. I. Formulario 4.
6 Cf. Prefacio de la Misa de La Virgen María en la anunciación del Señor. En Misas de la Virgen María. I. Formulario 2.
7 Cf. Prefacio de la Misa de La Virgen María, Imagen y Madre de la Iglesia (I). En Misas de la Virgen María. I. Formulario 25.
8 Cf. Sacramentario veronense, 1254.
9 Cf. Lc 2,21.
10 Cf. Sacramentario veronense, 1261.
11 Cf. Prefacio de la Misa de La Virgen María, Imagen y Madre de la Iglesia (I). En Misas de la Virgen María. I. Formulario 25.
12 Cf. Introducción a la Misa de Santa María, la nueva Mujer (I). En Misas de la Virgen María. I. Formulario 20.
13 San Ireneo, Adversus haereses 3, 22, 4. Citado en Introducción a la Misa de Santa María, la nueva Mujer (I). En Misas de la Virgen María. I. Formulario 20.
14 Prefacio de la Misa de Santa María, la nueva Mujer (I). En Misas de la Virgen María. I. Formulario 20
Sugerencias.
Pautas para la reflexión personal y comunitaria
1.- Tal vez necesitemos aprender a ser hijos de nuestra Madre del cielo, para que sepamos ser hijos de la Iglesia.
2.- Tal vez necesitemos prestar mayor atención a nuestra vida teologal; puede que, ocupados en nuestras tareas, hayamos descuidado la fe, la esperanza, el amor.
3.- Puede que no hayamos reconocido a Cristo Jesús en su Iglesia, puede que no lo hayamos cuidado, puede que no lo hayamos escuchado en su palabra, acogido en la eucaristía, reconocido en la comunidad, abrazado en los pobres…
4.- Fe, amor, pobreza: son los caminos que llevan a Jesús. Los pobres: ellos son el destino donde Jesús nos espera.