Llevo grabada en la mente la imagen del Crucificado: Jesús, los pobres, hombres, mujeres y niños que a miles mueren de hambre y de olvido cada día de nuestra vida…
Olvida si quieres, Iglesia cuerpo de Cristo, las razones con que a sí mismos se justifican quienes los crucifican; serán siempre las mismas; para ellos, Jesús, los hambrientos, los emigrantes, representan sólo una amenaza.
El hecho es que son un peligro: son portadores de un mandato de amor que a todos nos expropia, un mandato que, si aceptado, lleva consigo la destrucción del sistema de valores que rige la vida de nuestra sociedad.
Olvida las razones del poder y, en el evangelio de este domingo, fíjate en lo que de sí mismo dice Jesús. Fíjate, porque lo podemos entender dicho también de los pobres: “El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, tiene que ser condenado… ser ejecutado y resucitar a los tres días”.
Dice: “tiene que”, pero no es un destino, no es una fatalidad.
La suerte de Jesús, la de los pobres, es la consecuencia natural a la que llevan las razones del ídolo, la servidumbre del dinero.
Jesús y los pobres tienen que padecer mucho, tienen que ser condenados… ser ejecutados… y sólo la fe se atreve a decir que el poder no podrá someterlos a la muerte: sólo la fe puede ver que, con Jesús, los pobres han recorrido el camino que lleva a la vida.
Él y ellos, llevados siempre como ovejas al matadero, siempre excluidos, olvidados, expoliados, humillados, esclavizados…
He oído la oración de Jesús: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. Y la hice oración de todos los crucificados, de todos los hijos de Dios, de todas las víctimas de nuestra arrogancia, de nuestra prepotencia, de nuestro egoísmo: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”.
En este mundo hipócrita y cínico, los pobres tendrían que lamentar no haber nacido animal doméstico, especie protegida o animal de compañía; tendrían que pedir ser tratados al menos como animales de matanza, trasladados al matadero bajo la protección de leyes que obligan a respetarlos, y sacrificados de forma que se les ahorren sufrimientos.
En nuestro mundo, la vida de Jesús, la de los emigrantes pobres, no vale la de una mascota.
Me pregunto quién ha asignado ese destino a Cristo y a su cuerpo pobre. Y aunque el corazón se vuelva al cielo reclamando justicia, se vuelve necesariamente al suelo, al hombre, señalando a quien los condena, a quien los tortura, a quien se burla de ellos, a quien los mata.
El Señor continúa preguntándome: ¿Dónde está tu hermano? ¿Dónde está mi Hijo? ¿Qué hiciste de mis hijos?
Y vuelvo a fijarme en Jesús para vislumbrar una promesa de vida en esta muerte de la que los pobres no pueden apartarse: él aprendió, sufriendo, a obedecer; él, que siempre nos amó, llevó ese amor hasta el extremo; él, en su cuerpo, abrió caminos a la esperanza. Y empiezo a creer que, obedeciendo y amando, también estas víctimas están salvando a sus verdugos.
Hoy mi comunión es con Cristo y con su cuerpo pobre, con Cristo resucitado y con su cuerpo sufriente, olvidado, ignorado, despreciado en los pobres, por si con ellos se me concede aprender obediencia y amor.