El cristianismo, por tanto, se sitúa entre dos extremos que, tomados cada uno por sí mismo, parecen muy razonables: un trascendentalismo extremo, según el cual lo divino quedaría desdivinizado si se hiciera humano; y una inmanencia secularista, que entiende lo histórico y lo temporal como incapaz de contener al absoluto. Frente a ambas posiciones la fe cristiana afirma que el Absoluto, el Verbo que estaba en el seno del Padre, se ha hecho carne, ha venido a nuestro mundo y que, al hacerlo, viene a su propia casa (Jn 1,11).
La presencia de lo divino en lo humano se prolonga en todos los aspectos de la fe cristiana. ¿Qué otra cosa es la Escritura sino la Palabra de Dios en palabras humanas? ¿Y qué otra cosa son los sacramentos sino la presencia de Cristo resucitado en una realidad terrena? Pero yo quisiera fijarme en otra prolongación de la Encarnación, a saber, la que se da en todo ser humano. Parto del hecho de que no se ha conservado ningún rostro histórico de Jesús. Y, sin embargo, este rostro está más presente en nuestro mundo de lo que imaginamos. Podemos verlo y no enterarnos. Cada vez que nos encontramos con el prójimo necesitado, enfermo, indigente, inmigrante; con la persona solitaria, presa, despreciada, ahí en todos esos rostros es posible percibir el rostro sufriente de Cristo que mendiga nuestro amor.