Con un ejemplo nos entendemos mejor. Solemos valorar mucho nuestras bibliotecas. De siempre se ha valorado la importancia de que cada comunidad tuviese una biblioteca donde hubiese obras de cultura general, de teología, de pastoral… Año a año se han ido guardando en esas bibliotecas numerosos libros. Las revistas se encuadernaban con cariño (Vida Nueva, Ecclesia, Vida Religiosa, y tantas otras). Las estanterías han ido ocupando más y más espacio. Qué menos que hubiese una enciclopedia universal (el Espasa están en tantas casas…). Y siempre había un miembro de la comunidad encargado de la biblioteca.
Pues bien, ¿cuál es el valor de ese patrimonio? Valor sentimental, afectivo, muchísimo. Pero valor económico prácticamente cero (a no ser que tengamos un incunable o algún libro extremadamente raro). De hecho, en contabilidad, los libros no se entienden como inversiones sino como gasto puro y duro. No se amortizan. Por más que nos parezca esa norma de una incultura galopante.
Hoy se están cerrando muchas casas de religiosos y religiosas. Y en seguida surge el problema: ¿Qué se hace con las bibliotecas? ¿Qué se hace con esas colecciones de revistas encuadernadas? ¿Qué se hace con el Espasa y otras enciclopedias? ¿Qué se hace con tantas otras cosas a las que afectivamente estamos unidos pero que no sirven ya para nada?
También podríamos hablar de las casas. Generalmente son edificios hechos a nuestra imagen y semejanza, acomodados –como es natural– a nuestras necesidades. Tienen muchas de ellas un valor afectivo impresionante. ¡Tantos miembros de la congregación han vivido y luchado y trabajado entre esas paredes! Pero su valor económico no es el que imaginamos. Muchas veces es muy pequeño (cero prácticamente en el caso de tantos edificios que tenemos en pueblos perdidos). Menor todavía si no se hacen los cambios que permitan ponerlo en el mercado para vender o para alquilar.
Hay que ser fuertes para separar el valor afectivo del valor económico. No es fácil. La edad media en nuestras congregaciones es alta. Como grupo somos conservadores. Y, como la gente mayor, tendemos a guardar y conservar, llevados más de afectividades y cariños que de urgencias misioneras.
Si influidos por el valor afectivo, se marca el precio de venta, es posible que el edificio o la cosa permanezca años y años sin vender y sin usar. Nosotros convencidos de que tiene un valor X y el mercado convencido de que su valor económico (allá donde podría haber compradores) es la mitad de la mitad. Nosotros convencidos de que no podemos deshacernos de ese patrimonio tan valioso y en realidad, teniendo mucho menos de lo que creemos. Y, en consecuencia, despilfarrando. Y, con el paso del tiempo, el edificio o la cosa entrando en ruina. La realidad es que lo que tenemos, lo tenemos al servicio de la misión. Hay que dejarse de nostalgias. Lo urgente es la misión hoy. Y disponer de los recursos que tenemos para las necesidades de la misión de hoy y de mañana (no otra cosa es eso del patrimonio estable del que tanto se habla y del que en este blog se ha hablado aquí, aquí y aquí).