José era un hombre justo. De esa justicia extraña que se da la mano con la misericordia y es tan diferente a la que busca solo el resarcimiento. Justicia que no es rigidez sino capacidad de ver más allá de lo esperado, de la condena, de la acusación pública. Decide repudiar a María en secreto porque sabe que ese hijo no proviene de él, quemo es carne de su carne y que es fruto del engaño. A pesar de todo no quiere sacarlo a la luz, no quiere hacerlo público. Y con esta determinación amarga tomada José se duerme.
Y en el sueño se le aparece un ángel que lo lleva por lugares poco transitados y poco creíbles: Espíritu Santo, Enmanuel, Dios-con-nosotros, profecía…
Y José, como Jacob, le debió pedir explicaciones al ángel, debió luchar un rato con él entre el aleteo de plumas y el roce de lo onírico. Y el ángel se debió de callar y guardar las palabras para más adelante, para ese día maldito de sangre de inocentes y de salvación en tierra extranjera. Y José con los ojos todavía pesados y el corazón estremecido comenzaría a desperezar su cuerpo y su espíritu, a intentar dar crédito a las palabras soñadas, al encuentro con lo diverso que no puede ser uno mismo. Y viendo a María y a su vientre tuvo que creer al ángel porque pudo saber, como saben los que pueden ver lo diferente, que ese niño era Dios-con-nosotros, que esa mujer, medio niña, era madre del Esperado. Y que él era el justo que renunció a la condena por un sueño de alas y de susurros. Bendito Justo.