Es muy desconcertante el profundo silencio que se ha instalado en la vida consagrada. La paradoja es que no faltan palabras, más bien sobran; no faltan reuniones y encuentros… pero, de fondo, puede ser solo una reacción al profundo silencio que ha encontrado sitio y quiere quedarse en la vida de no pocos y pocas.
Solo hace dos días que escuché a Sandra diciéndome que necesita un cambio de vida. No aguanta más un silencio que la está apagando y entristeciendo. La ha convertido en un “fenómeno paranormal” porque ha empezado a ver la vida, desde su mediana edad, con ojos de anciana. Todo pasó, está en otra etapa que nadie sabe cuál es, siente que llega tarde a las convocatorias tempranas, y pronto a las tardías. El silencio, desde hace unos años, es su ubicación.
Experimenta silencio ante Dios. La razón le dice que tiene que esperar y que el silencio es revelación; el corazón, sin embargo, le habla de vacío, de miedo y de sueños muertos. Le habla de soledad.
Experimenta el silencio ante sus hermanas y con ellas. Y no es un tema moral. No es tan ingenua para pensar que Jesús convoca en comunidad a quienes no son buenas… lo que no ha encontrado Sandra es hermanas que la ayuden a salir del silencio estéril de la vida. Algunas lo hablan todo, otras lo comentan todo, siempre hay alguna que lo sabe todo… porque viven –otro modo de silencio– en parajes siempre congregacionales y provincianos. En parajes pequeños. Me dice Sandra que todavía quedan las que dicen que “uno es feliz si quiere”. Que en casa tienes todo lo necesario para ser santa y feliz. Es cuestión de percepción y de horizontes achicados. Sandra a estas propuestas voluntaristas, responde siempre con silencio.
Experimenta silencio haciendo cosas. En realidad es lo que salva su jornada: hacer cosas. Sentir, en algún instante, que es útil, y hasta que alguien la espera. Es una pequeña isla en un mar de profundo silencio, de profunda soledad. Se pregunta Sandra por el sentido de la vida y a quién está dando sentido. No encuentra diálogo entre lo que busca su corazón y aquello que su institución cuida… no ve sitio, ve solo silencio. Lo padece y la separa cada vez más.
El silencio es tan sagaz que se mueve perfectamente en los hilos de la cortesía y la apariencia. No pocas veces quienes adornan a los demás con el silencio son, en impostadas formas, artífices de texto. Palabras y más palabras, relatos que se suceden para demostrar y, sobre todo, demostrarse, que no están agobiadas o agobiados por el propio silencio de una vida no tan auténticamente vivida. Digo esto, porque solo hace unos meses, una de las que hacen sentir a Sandra que su vida solo es silencio, me comentaba lo mucho que la está ayudando. Es así, “los altavoces del silencio” generan convocatorias y tareas que solo en su mente tienen vida y en las personas que las reciben agrandan la brecha del silencio. Y es que el silencio no te da percepción de la propia vida ni de sus necesidades… cuánto más de la vida que tienes ante ti. El silencio, por supuesto, asfixia… y, llegado el caso, mata.
Me dice Sandra que antes de este silencio atronador hubo silencios que los dejó pasar. El silencio de cumplir años y no vivir; el silencio de creer que se puede amar en teoría; el silencio de pensar que la oración es cuestión de tiempo y voluntad; el silencio de confundir vida compartida con horarios pactados; el silencio de hablar solo de cosas o funciones; el silencio de creer que afectivamente estás bien si te sientes útil…
De su relato sobre el silencio me impactó, sobre todo, la profunda soledad que experimenta cuando su comunidad “pide y pide” vocaciones… El silencio es tan atronador que Sandra, por supuesto, piensa que no se pide por ella, porque ni está ni se la espera. Y es que las palabras, tantas palabras… a veces, solo son un intento ruidoso (y ruinoso) para callar el silencio de la vida.