Acaba de dejarnos un buen hombre. Uno de esos sencillos que no llenarán páginas de historia grande, pero dejan una historia pequeña sorprendente; en algún momento heroico y, en el cada día, normal. Nicasio se nos ha ido. Lo ha hecho sin ruido. Sus últimos años de vida encerrado en ese misterio de nuestro tiempo que venimos llamando Alzheimer. Años en los que pacientemente su familia fue poniendo texto a una melodía de silencios… ¿Qué siente? ¿De qué se da cuenta? ¿Sufre? Seguramente preguntas para las que él tenía respuestas pero por esa extraña razón, no podía dar.
Decía que se nos ha ido en silencio. ¡Se van tantos! Qué curioso, últimamente no podía ofrecer a los suyos más que la presencia y la constante ocupación de que no se despistase. Pero un marido, un padre, o un abuelo como él, siempre es necesario. Por eso los suyos y quienes lo conocimos, lo echamos de menos. Nicasio hace años que no era el mismo: ni su alegría, ni las conversaciones ruidosas, ni la cordialidad de otro tiempo… Pero nunca dejó de ser un buen hombre. Se había ganado el respeto de propios y extraños y no lo perdió cuando su vida se encerró en la ausencia de una mente que ya estaba en otra clave, en sintonía de eternidad.
Solía anunciar al entorno que había llegado la fiesta de Baltar: El Corazón de María. Subía al campanario y hacía su particular oración. Sones, repiques y piques, transmitían que estábamos de fiesta. La de siempre, la de todos los años, la de toda la vida. Su repicar de campana nos ayudaba a volver a otro tiempo, a muchos recuerdos pero, sobre todo, nos devolvía a una etapa de nuestra historia donde sencillamente habíamos gustado la bondad y la verdad. Es lo que tienen las fiestas populares y es lo que tiene la gente sencilla que, de vez en cuando, te devuelven a lo que no cambia y, de verdad, vale.
Los últimos años Nicasio había olvidado, incluso, por dónde se subía al campanario… pero nunca olvidó lo que significaba. Le ayudaba su nieto a encontrar el camino (quien, seguro, hoy piensa en los desvelos de su abuelo para que él encontrase, también, el camino de la vida…) y entonces, se producía el milagro. Ya en el campanario, las manos bien dispuestas y a componer melodía… La memoria, casi borrada, mantenía intacta la letra de su oración, esa música tan particular que recordó siempre al entorno que Dios hace camino con la gente y sus gentes; con las casas, el campo y el monte; con la playa y el cielo… Porque ese campanario de Baltar, es una parábola clara de que nuestro Dios está a gusto entre los sencillos, en la fiesta de la vida y el dolor del esfuerzo. Está a gusto con todos.
Hoy repican las campanas por Nicasio. Lo hacen lentamente. Y su sonido llega hasta el cielo porque ha llegado un buen hombre. Ayer cuando su hija me dijo «mi padre ha muerto», pensé en su oración, en el repique de campanas y di gracias porque, a su manera, Nicasio anunció a los demás la alegría de creer, la presencia de Dios en la familia, el gozo de estar juntos, la satisfacción de ser honrado… y además, sin palabras, sólo con el sonido metálico de las campanas de Baltar.
Es un misterio la cercanía de Dios; pero es una certeza que nos entiende siempre, sobre todo, cuando nuestra oración es algo tan bello y limpio como un repique de campanas. (D.E.P).