La parábola del sembrador es de las más conocidas del evangelio. A la mayoría de nosotros nos queda bastante lejos porque nunca sembramos grano en un campo.
Lo que nos suele pasar desapercibido es la falta de tiento a la hora de lanzar el grano. Pareciese que ese sembrador no se preocupa demasiado por lo efectivo de la siembra. Lanza el grano a voleo, sin importarle demasiado el lugar donde caiga: al borde del camino, en terreno pedregoso, entre zarzas o en tierra buena.
En tiempos en los que oímos hablar mucho de excelencia, efectividad, calidad o innovación la parábola nos recuerda que el evangelio tiene mucho que ver con el derroche y lo incalculable. Y es así porque hablamos de una semilla que es el amor. La Palabra puede arraigar porque muere en la tierra para transformarse en el ciento, sesenta o treinta sin medida. No es cuestión de planificación o de estudios concienzudos, sino de confianza en el Sembrador que derrocha porque es el Amor sin medida.
Cuando nosotros usurpamos el papel del Padre nos apropiamos el grano y lo convertimos en pepitas de oro que vamos depositando una a una con cuidado. Construimos invernaderos, controlamos la temperatura y la humedad, manipulamos la semilla genéticamente… nos esforzamos para que todo sea perfecto. Pero no dejamos ni un resquicio a la imprevisibilidad amorosa que es la providencia. Lo que nos da miedo (podríamos hablar hoy de lo azaroso) es, al mismo tiempo, la condición de posibilidad del Reino.
Ya sabe el Padre como sembrar.