EL PROCESO SINODAL QUE NOS VA CONSTRUYENDO

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Ahora que se acercan las fechas en que recordamos a quienes nos cuidan «desde el otro lado», se me ocurre que es oportuno dar las gracias por todos cuanto nos han dejado como legado su amor, su razón de ser y su confianza. Es cierto que la mayor riqueza de nuestra existencia no la hemos logrado con nuestro esfuerzo. El don de la vida en la que confluye el cariño, la experiencia de querer y ser querido, la bondad, la belleza y el bien… no son ni más ni menos que regalos.

Cada uno de nosotros en su absoluta originalidad guarda, sin embargo, mil formas, estilos y gestos que sencillamente ha heredado. Hasta mil actitudes y no menos de mil palabras. Nos han ido haciendo y nos hemos dejado hacer. Y quizá el primer principio para una vida feliz sea agradecer que «tan mal no nos han hecho». Tenemos razones y, sobre todo, sentimientos para poder expresar que en nuestro corazón ciertamente laten muchos nombres, como decía el poeta-misionero Casaldáliga, y esos nombres, forman también parte de nuestra identidad. De nuestra intimidad.

Cuando piensas en la gente que quieres (en presente) y está en el cielo, su don lo recibes multiplicado y transfigurado. Los gestos mínimos de generosidad de entonces, son percibidos hoy como un auténtico milagro. No es exageración de la verdad, sino transcendencia de la misma. Porque para quienes leemos la vida como paso hacia el Reino, todo encuentra sentido, armonía y razón de ser.

Es un auténtico proceso sinodal. Cada uno de nosotros ni somos íntegros, ni exactamente únicos. Forman parte de nuestra identidad rasgos, y estilos que nos han dejado y ya son nuestros. Al reconocernos así, complejos, podemos vislumbrar que el encuentro e interacción con quienes comparten con nosotros la tierra, también es riqueza, enseñanza, encuentro y comunión.

Sería bueno que no esperemos al cielo para querernos y demostrarnos que el camino se disfruta más y mejor cuando lo hacemos juntos. Sería deseable que también aquí y ahora gastásemos algo de tiempo en escucharnos y agradecernos; contemplarnos y reconocernos. Sería necesario que nos asomásemos al Reino, desde la fe, para entrar en dinámica de urgencia evangélica y no malgastásemos la fraternidad con sucedáneos de cortesía. Sería maravilloso que tuviéramos siempre presente que lo nuestro es caminar –sinodalmente– transitando por las veredas de la vida, con la mirada puesta en el cielo para nunca jamás pisar, entorpecer o descartar a nadie en la tierra.

Y como el camino se descubre haciéndolo, ¡que nos pongamos a ello! Que descubramos que hay tarea, que nada está agotado y nadie acabado; que es posible y nos espera; que hay más sorpresa que cálculo; que no todo es eficacia y rigor. Porque el recuerdo de quienes en vida nos quisieron nos hace grandes y nuevos y, además, nos da la posibilidad de hacer creativamente el propio camino. Y eso ni se compra, ni se vende, ni se cambia… Se recibe, acoge y celebra. Como todo lo bueno, como nos pasa con Dios, cuando aprendemos a llamarlo Padre.