EL PASO DEL TIEMPO Y EL «DURALEX»

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Cuenta Juan José Millás (El País Semanal 25.10.2020) una anécdota graciosa de su infancia con un vaso duralex. Dice que el vaso cayó mal… y estuvieron recogiendo añicos durante meses. Lo cierto es que duralex, paradigma de las infancias de unos cuantos, es una fábrica que ha desaparecido. Con ella toda una época, un estilo de vida y hasta una forma de entender el bienestar. El vidrio duralex, en sus platos y vasos, se mostraba imperecedero. Eso sí, siempre que no cayese mal, porque entonces se deshacía en mil pedazos.

Evidentemente, al pensar en duralex, pienso en la vida religiosa. Durante años, muchos, hemos sido primeros clientes de esta marca en nuestras comunidades, colegios, hospitales, albergues, casas de ejercicios, hospederías… en todos los sitios donde estamos y donde hemos estado. Me atrevería a decir que si hoy hiciésemos un recorrido intercongregacional de recogida, podríamos llenar varios vagones de piezas para el recuerdo. Téngase en cuenta que somos un gremio suscrito al «guardar por si acaso».

Me interesa reflejar, no obstante, el paso del tiempo y cómo éste nos configura en el pensamiento y la percepción. Y es que con el paso del tiempo todo, si cae mal, se rompe. Los vasos duralex son solo un ejemplo. Quizá puntual y externo, pero nos sirve para pensar en cuántas leyes mantenemos con sumo cuidado no sea que tengan una mala caída y se rompan. La idea de guardarlas porque pueden volver o representan aquello donde nos sentimos seguros, es en sí, una debilidad peligrosa.

A la hora de la verdad, lo bueno del paso del tiempo es vivirlo y no guardarlo. No hay nada tan triste como recoger los enseres de un ser querido cuando fallece. Guardó, no se sabe para qué o para quién, pero nos entran serias dudas de si en su vivir pudo disfrutar y compartir lo guardado.

La vida consagrada está asomada a la ventana del paso del tiempo. No acaba de renunciar a la tentación de querer detenerlo. Tiene miedo a quedarse sin palabras o sin gestos en el tiempo nuevo. Tiene miedo a que las cosas sean de otro modo, deje de ser de duralex, y aparezcan otros materiales menos resistentes, cambiantes y coloridos. La vida consagrada sabe que el tiempo pasa y no vuelve, pero no quiere creérselo. Lucha tozudamente con un segundero que no se detiene. Lo manifiesta en sus conversaciones anacrónicas, con recuerdos que le dicen que siempre ha sido sabia, con ejemplos que la confirman en la bondad de sentirse al margen, ser margen, reivindicar margen. La vida consagrada en su vivir diario, tiene mucha añoranza del duralex, teme no caer bien, y romperse en mil añicos imposibles de soldar. Por eso está en tensa espera. Sin embargo, hay en la vida consagrada algunos y algunas que han conocido de pasada el duralex, en casa de sus abuelos o padres en los primeros años de la infancia. Pero ya son personas del color, de la provisionalidad, del cambio, de otras visiones. Son personas que no tienen miedo, para ellos y ellas lo importante de la vida consagrada no es «caer bien» y, además, creen que hay «caídas» que nos pueden hacer mucho bien.

Qué importante sería que, más allá de la marca duralex y el drama de sus empleados en paro, todos entendiésemos que tarde o temprano, el paso del tiempo, rompe nuestras seguridades e ideologías en fragmentos minúsculos imposibles de unir. Porque tarde o temprano todos caemos mal. Es cuestión de tiempo.