Teresa es una religiosa japonesa, todavía joven, que pertenece a una congregación mexicana de origen. En su congregación el idioma “oficioso” es el español. Ella se ha ido adaptando y haciendo ese equilibrio, solo posible desde la fe.
El pasado mes de diciembre, sus hermanas de congregación, en la celebración del capítulo general, le dieron la feliz sorpresa de celebrar –de nuevo– sus 25 años de profesión. Y lo hicieron en el marco de una Eucaristía. Teresa, que no sabía nada, llegó al oratorio con esa concentración y reverencia que oriente siempre nos enseña a los occidentales. Perfectamente sentada, su cancionero y oficio divino, ordenados y la mirada baja, humilde… y en profundo silencio. Tras la primera canción, en la monición de entrada, resuena por primera vez su nombre y el motivo de la acción de gracias. Desde ahí, en otras 13 ocasiones, vuelve a aparecer el nombre de Teresa… Y ella, respondió a las menciones, siempre igual, con una sonrisa y una profunda reverencia. Tan profunda que parecía romperse.
Impresiona la reverencia en el contexto de la comunidad, que es donde hay que celebrar los acontecimientos: los buenos y los regulares. Impresiona la sencillez de una sonrisa que tiene más contenido que buena parte de los textos que manejamos para decir que nuestro corazón goza. Impresiona, el silencio con el que, de verdad, se acoge lo que te viene, sin buscarlo, sin procurarlo, sin manejarlo… solo recibirlo y gozarlo. Lo mismo que ocurre con los milagros, que los descubre solo quien tiene fe; o igual que ocurre con la amistad, que la gusta solo quien sabe amar.
En Teresa, descubro, el lento camino que lleva a la vida religiosa hacia un desplazamiento cultural y geográfico. Descubro el milagro y la posibilidad. La evolución de la vida religiosa en este tiempo no es de ruptura, sino de desarrollo. Viendo a Teresa y conviviendo con ella, uno percibe rasgos imborrables del carisma, pero también rasgos inéditos de una vida religiosa que crece de otro modo, en otro mundo y con preocupaciones muy diferentes a las que priman en buena parte de su congregación.
Las congregaciones en oriente no viven, en este momento, grandes cuestiones de contraste. No se suele discutir la idea mayor o la tradicionalmente sostenida. Nuestros hermanos y hermanas, suelen presenciar desde el silencio, las decisiones que desde la historia seguimos proponiendo otros. Sonríen, –sin hacerlo–, al comprobar lo bien que diseñamos –sobre todo los occidentales– procesos de reestructuración detallados, pensando en otros, sin caer en la cuenta de que también nos tienen que afectar. Se dan perfecta cuenta que los que solemos hablar de interculturalidad, en realidad, nos cuesta mucho vivirla. Preferimos la reflexión, el crecimiento y el diálogo «con los nuestros», porque el choque cultural con otros nos desgasta. Por eso agradecemos el silencio de las otras culturas, porque cuando este silencio se llena de palabra o gesto nos desconciertan.
A penas crucé unas palabras con Teresa. Todas de cortesía y agradecimiento. Han pasado 25 años desde su aceptación del don vocacional. Y, estoy seguro que en estos 25 años han tomado fuerza muchas convicciones y la han perdido otras que parecían fuertes y no lo son. Lo bueno de los carismas, como dones del Espíritu, es que no tienen que bregar con el «quedar bien», ni con el parecerlo… Solo trabajan en dirección del viento del Espíritu, por eso son imparables. Yo pude ver, en Teresa, como encarnaba el presente y el futuro de su congregación. Todavía cuesta leerlo en las estabilidades que practicamos en las congregaciones, pero «tiempo al tiempo». Quizá no pase mucho cuando empecemos a ver, y a gozar, cómo desde oriente vuelve la estrella para llenar de novedad estos desgastados caminos de la tradición de occidente.